Me dio pena, ¿sabe usted?… Me dio pena verlo en la televisión admitiendo su impotencia.
Seguramente a usted le pasó lo mismo que a mi y también le produjo pena ver a ese hombre luchando contra su enfermedad sin poder vencerla y reconociendo que va «perdiendo por «nock out» en esa brega. Y me dejó mal verlo llorando frente a las cámaras que, indiscretas, intentaban captar un primer plano de esas lágrimas que brotaban producto del dolor, la desazón, la impotencia, la imposibilidad de salir de una celda que él mismo ayudó a construir, la desesperación y, seguramente, «el recuerdo de haber sido y el dolor de ya no ser».
Tal vez, como usted, lo vi mejor que otras veces, pero demasiado lejos del fenómeno que alguna vez acaparó la atención del mundo entero; lejos de la imagen que llenaba como nadie las portadas de los medios de prensa; lejos del hombre chiquito en su aspecto pero inmenso con una pelota en sus pies.
Y no pude, sabe usted, no pude evitar recordar sus magníficas jugadas de otrora, su destreza con la pelota de fútbol y su magia inexplicable para hacer salir el genio de la lámpara cuando parecía que ya nadie lo esperaba.
No pude, sabe usted, evitar recordar «la mano de Dios» o aquél fantástico gol que le anotó en México a los ingleses, para llenarnos de alegría a los argentinos y hacer gritar hasta la disfonía a todo el mundo, incluso a aquellos a los que el fútbol no les gusta.
No pude, sabe usted, evitar pensar que ese hombre, que anoche aparecía como más pequeño que nunca, había tenido el mundo a su disposición en algún momento de su vida.
No pude, sabe usted, evitar emocionarme cuando admitió, ante su hija presente en el canal, ante el periodista que lo entrevistaba y ante el mundo que lo veía y escuchaba, que fue un estúpido cuando probó el polvo asesino y aseguraba, además, que la cocaína no tiene regreso y la batalla contra ella será para toda la vida.
Tampoco pude, sabe usted, evitar recordar sus orígenes humildes, las carencias de educación e instrucción conque la vida lo castigó sin querer, la absoluta falta de preparación que el destino le deparó desde su nacimiento y llegué a pensar que, de salida, la vida le cantó la bolilla más fulera.
Fue el rey, sin duda, pero nadie le avisó que lo sería; nadie lo instruyó para manejar la corte y, lo más importante, nadie le preparó la base para evitar la caída desde ese punto tan alto.
Me dio pena, sabe usted y, por momento, sentí ganas de gritar a voz en cuello «¡Maradooooona!»… «¡Maradooooona!»… «¡Maradooooona!».