Renegar de la violencia es negar un aspecto importante de la vida misma.
En la desaparición o evolución de las especies que habitan la tierra hay procesos violentos. El nacimiento es violento cuando el niño puja desgarrando los esfínteres de su madre. El acto sexual tiene su dosis de violencia. El sistema capitalista y su afán por la persecución y acumulación de riquezas, es violento. En los sistemas totalitarios y su anulación del hombre como ser individual, hay violencia. En la democracia sin igualdad de posibilidades, hay violencia. Violencia es mentir.
El contrapunto del inminente empobrecimiento de un fulano ante la pornográfica ostentación de un mengano que hizo su riqueza a la par que el primero fue ganando su miseria, es violencia.
No tener para comer y vivir con el temor de enfermarse porque no se tiene a quién o adónde recurrir, es violencia.
En el oprimido que reproduce el discurso del opresor, hay violencia.
En el pibe andrajoso y sucio que con los mocos colgando nos pide una moneda, hay violencia. También la hay en la respuesta que a veces se le da: “¡Andá a pedir plata a los políticos que votan tus papás!”
En la terrible idea de que así es la vida y no hay más remedio que aceptarla tal como es, sin permitirse la utopía, hay violencia.
La publicidad genera violencia cuando nos ofrece como soluciones para la vida moderna todo aquello que no podemos comprar: desde un par de tetas hasta los versátiles celulares, tan apropiados para comunicarnos usando cada vez menos palabras de las pocas que sobreviven de nuestro amputado castellano.
En las familias de padres que se pelean y se hablan y se miran con cara de odio y fracaso hay violencia.
En esa Iglesia todavía medieval que sale en santísima cruzada contra el control de la natalidad, la salud reproductiva y el uso del preservativo, hay violencia.
Cuando no hay justicia, hay violencia.
En los discursos políticamente correctos como el de negar la violencia, hay violencia.
Una de las más importantes teorías sobre el origen del universo habla de una explosión: El Big Bang, que violentó la paz y el orden del vacío para llenar el infinito de materia, gases, generar vida y movimiento.
Y si las explosiones son violentas también lo son sus hijos: los estallidos. Es más, el último guión en la historia reciente Argentina – el 19 y 20 de diciembre – fue un violento estallido social. Esa violencia, si bien no alcanzo para cambiar la raíz de nuestros males, sirvió para que unos cuantos tipejos vean que a la gilada no se le puede tomar el pelo para siempre o que, al menos, tengan que usar mejor el ingenio y reelaborar sus mentiras repetidas.
La negada violencia siempre vuelve a ser partera de ciertas historias (como el atentado del 11 de septiembre en Nueva York, el del 11 de marzo en Madrid o las últimas manifestaciones en Francia contra la flexibilización laboral o las actuales en Corea del Sur contra la instalación de una base militar estadounidense en ese país). Lo que supone un problema: la violencia generalmente duele y suele tener precios altos.
La violencia en ciertas situaciones supone un retorno de la política, de alguna forma de la política, quizás primitiva, salvaje, desarticulada y deleznable. Pero sería necio negar que la violencia es el modo más antiguo y común de hacer política y muchos han vuelto a esos usos porque parece que no les han dejado lugar para mucho más y es mejor que quedarse sentado esperando que el amo bueno les deje morfar o vivir con cierta dignidad.
Comunicadores, intelectuales y políticos enarbolan la bandera de la no violencia particularmente si esta viene acompañada de algún indicio de querer hacer política. La buchonería social que denuncia y se horroriza por los palos, las piedras y los rostros cubiertos de los piqueteros, como si además de cagarse de hambre tuviesen que defenderse con una imagen de la Virgen, o ese periodismo genuflexo y canalla que define como cruentos ataques terroristas a las acciones de defensa nacional contra el invasor que se dan en tierra iraquí. Incluso para algunos está bien que corten las calles para pedir comida pero ponen el grito en el cielo si además de calmar el hambre las hordas pretenden reivindicaciones.
– ¡Ah no, eso es hacer política!- dicen los de tierno corazón.
Nos convencimos de que la violencia no nos sirve para nada. Sería grandioso de que así fuera, el problema es que los que pregonan con mayor énfasis esa idea son los que han hecho de ella una exclusividad, casi convirtiéndola en lo que más les gusta: un monopolio al servicio del Estado o de los grandes grupos económicos y poderes nacionales o transnacionales que se han servido de las dictaduras militares y del genocidio, de la manipulación de los medios de comunicación, de las economías del hambre y la exclusión, de los mensajes del pensamiento único y la globalización para imponer un determinado modelo de vida en sintonía con sus intereses y negocios.
La violencia existe, se usa y suele ser útil. Negarla sería de necios e hipócritas, pero denunciar a quienes y cómo la monopolizan -vistiendo la piel de cordero y decidiendo cuando es lícita y cuando no- además de voltear caretas puede resultar también un ejercicio de emancipación.