Quien escribe esto nació durante el gobierno de Raúl Alfonsín. Un gobierno en el cual comenzó a recuperarse lo más preciado que tienen el individuo, como atributo personal, y el Estado democrático como atributo político: las libertades públicas. Un gobierno en el cual, con innumerables dificultades, se restauraron los derechos civiles y políticos y la posibilidad de reclamar por ellos ante el Estado. Un gobierno en el que se volvió a la práctica política y la actividad partidaria como vehículo motor de la participación ciudadana en lo que, después de más de 7 años de horror y muerte, volvió a ser una República.
Alfonsín supo lo que era la República: lo aprendió de Balbín, de Illia, de Perette, de Marini. Y porque supo lo que era, luchó siempre y más que nunca por ella, y durante los años del horror, aquellos en los que el Estado secuestraba, mataba y torturaba, y era común que las bombas dirimieran las disputas de ideas, fue una de las voces principales en defensa de la libertad, la democracia y los derechos humanos. No le tuvo miedo a decir lo que la dictadura no quería que se dijera, pero así fue que encarnó como nadie la voluntad inmensa de cambio que invadió a la sociedad argentina hacia fines de 1983. Yo no había nacido aún, pero de escuchar a familiares y amigos narrar lo que significó ese 30 de octubre – y luego, el 10 de diciembre – puedo dar fe de que la figura de Alfonsín reavivó ilusiones, su brillante oratoria desató pasiones, y lo más importante, su triunfo devolvió la esperanza a millones de argentinos.
Gobernar, claro está, fue más difícil. Pero él mantuvo su coraje y la convicción de que la Argentina necesitaba dar vuelta de manera firme la triste página de los interregnos militares – a veces demasiado extensos y tétricos – para avanzar en el difícil camino de la construcción de una República democrática. Nunca dijo que fuera a ser fácil, y cuando afirmó que con la Democracia se Come, se Cura y se Educa, no prometió el Paraíso sino la certeza de que sin ella, en demasiados casos, no se Vive. Aún así, puso en el banquillo a los personajes nefastos que habían tenido la suma del poder público, que habían decidido sobre la vida y la muerte, que habían exterminado a miles de personas, y los mostró tales como los bandidos criminales que eran. Los Juicios, únicos en la historia de nuestras latitudes, nos permitieron saber lo que había pasado, para que Nunca Más vuelva a sucedernos.
Pero gobernar no era fácil, ya lo dijimos, y él bien pronto lo supo. Enfrentarse a un poder militar aún importante, le valió alzamientos y amenazas a la democracia que incluso podrían haber significado nuevas interrupciones al orden institucional. Alfonsín tenía la convicción de que la Argentina necesitaba que ese orden no se interrumpiera, de que no hubiera más muertos, de evitar males mayores. Concedió las leyes, las concedió la gran mayoría del arco político nacional, y también de la población que luego apoyaría en las urnas a quienes las votaron. Nadie niega que se trata de una decisión discutible y pasible de ser cuestionada, pero había que estar donde el presidente en esos momentos. Los leones, en esos duros días de Semana Santa, no estaban enjaulados del todo, y hablar ahora es más sencillo.
Combatir al rancio poder sindical le valió 13 paros generales, de parte de una oposición que ahí sí que era «destituyente». Eso no impidió, sin embargo, restaurar la imagen internacional de la Argentina a partir de sus avances institucionales, lograr acordar la paz con Chile, y consolidar la cultura ciudadana en un país poco afecto a la estabilidad política. Tampoco impidió que el gobierno mostrara que la senda del diálogo político era, contra todos los problemas, la fórmula para seguir adelante. El descalabro económico en un contexto externo desfavorable, sus repercusiones sociales, y la nula cooperación de la oposición, obligaron a Alfonsín a anticipar la entrega del poder. Aún así volvió a dejar su legado: un presidente civil transfería el poder a otro democráticamente elegido, en el año correspondiente a la sucesión, después de décadas de usurpaciones.
Luego, de vuelta al llano, y al partido, a seguir defendiendo las ideas de siempre. Con una actitud de diálogo que quienes lo sucedieron no habían tenido con él, y dispuesto a ayudar en todos los momentos delicados que la Argentina atravesó en estos años. Al Alfonsín post-89 se le pueden, también, criticar muchas cosas. El Pacto de Olivos – en el que quiso hacer el aporte del radicalismo a una reforma constitucional cuya concreción parecía destinada a suceder como fuera -, el fracaso de la Alianza – por haber sido presidente del principal partido de gobierno – y desde allí, fundamentalmente, una paulatina tendencia a sacar de la galera acuerdos impensados con dirigentes cuestionados. Confieso que nunca voy a entender la estima de Alfonsín por cierto ex gobernador bonaerense y ex presidente de la Nación, como tampoco muchas otras decisiones y acciones con las que muchos radicales discrepamos en los últimos años.
Aún así, la rama no tiene entidad para tapar el bosque. Alfonsín es dirigente y estadista, porque supo mirar más allá de los límites partidarios y aspiró a una unidad nacional por la que clamó mientras sus fuerzas se lo posibilitaron. Porque dio el ejemplo, sacando nulo rédito material de su posición presidencial – costumbre de nuestros gobernantes que se extiende hasta la actualidad – y cultivando la sencillez y la austeridad, hasta donar la mitad de su pensión de ex jefe de Estado. Porque mantuvo sus ideales hasta el final, contra viento y marea, haciéndole honor a su auto-admitida condición de «gallego tozudo».
Y por sobre todas las cosas, porque nos enseñó que sin la República, no hay Democracia. Que sin libertades, convivencia pacífica y diálogo entre distintos, no hay posibilidad de concretar la verdadera justicia social. Y que a esta Democracia renga, hay que convertirla en una Democracia plena, donde en efecto todos puedan comer, vestirse y educarse.
No me queda más que decirle gracias a Alfonsín por haber predicado con el ejemplo. Y recordarle que él mismo, sus valores y su legado, perdurarán por siempre en miles de jóvenes que pudimos, gracias a él – y a muchos otros que entregaron hasta sus vidas – nacer y crecer en libertad. Y en miles de adultos que caminaron a su lado el difícil camino de la consolidación democrática.
Alguien – quién sino él mismo – dijo que las ideas quedan, y son antorchas que mantienen viva a la política democrática.
Y la antorcha de Alfonsín está signada a iluminarnos para siempre, a los argentinos y a nuestra sufrida pero esperanzada República.