Por Fosforito
Solemos preguntarnos unos a otros cómo estamos. La regla general es contestar bien, todo bien. A veces, le ponemos un poco más de drama a la respuesta y decimos ‘Ahí vamos, tirando. La llevo como todos’.
La formalidad suele responder “Bueno, cualquier cosa que necesites me avisas”…
(¿En serio? ¿Cualquier cosa que necesite?)
Conozco gente cuyos problemas siempre parecen ser los más complicados o dolorosos. Los únicos que importan en verdad. Y, a veces, lo mejor que tienen.
Ese día yo venía en esa onda.
Ese día, simplemente, no quería arreglarme. Fuera cual fuera el motivo de mi tristeza, no quería alivio. Estaba aferrado a la simple angustia de existir. Venía de una noche triste, de una madrugada peleando contra el insomnio, de una mañana de ansiedades. De acompañar una manifestación a las puertas de los tribunales donde había más de un centenar de personas a las que se les podía ver el dolor del alma a flor de piel.
Volvía cabeza gacha. Envuelto en mi bandera de sombras. Y el mundo que seguía girando indiferente e implacable. Y el resto de las personas no sólo que hacían lo que podían sino lo que debían en esta selva siempre cruel. Cada uno en su burbuja, familiarizado con las atrocidades, volviendo más ordinario y habitual todo lo horrible. Simples espectadores del dolor ajeno.
Caminaba recordando el caso del fotógrafo sudafricano Kevin Carter, ganador en 1994 del premio Pulitzer, por una fotografía que había hecho un año antes en Sudán: una niña esquelética, de cuclillas en el suelo, mientras un buitre aguarda a escasos metros esperando su muerte por inanición.
Empezando por su propia familia, fuera donde fuera, a Carter le hacían la misma pregunta. “Y después, ¿ayudaste a la niña?”. Lo cierto fue que no: Carter sólo sacó la foto.
Sin embargo, muchos sostenían que hizo no sólo lo que podía, sino lo que debía: Hacer la mejor foto posible. Si hacía una foto potente se beneficiaría a sí mismo, pero también podía tocar la sensibilidad de los seres humanos en lugares distantes y tranquilos, despertando en ellos aquella compasión que en él – un retratista de calamidades- estaba profesionalmente adormecida.
Pocos meses después, Carter se fue a la orilla de un río donde había jugado cuando era niño, antes de que supiera lo que era el sufrimiento y la injusticia. En ese lugar, dentro de su coche, escuchando música mientras inhalaba monóxido de carbono por un tubo de goma, alcanzó la anestesia final en la muerte.
…
Salí de mis pensamientos cuando vi al chico de las muletas, de las piernas inútiles y deformes. Mirándome mientras iba caminando en dirección a él. Siempre esperando pacientemente que vuelva por esas medias cortitas que vende, que ajustan por debajo de los tobillos.
Él parecía la única persona que brillaba en todo alrededor. Estaba parado a la salida del súper. Tenía en sus manos los dos últimos packs de medias sin vender. Su rostro moreno y bronceado resplandecía bajo el sol del mediodía. Estaba recostado, como de costumbre, contra el poste que sostiene un cartel indicador. Sostenido sobre sus muletas para mantenerse en pie con la mitad inferior del cuerpo inerte, como un lastre inútil, para siempre…Así y todo, sonreía.
Hicimos negocio y cruzamos un par de palabras. Él tiene un tono cálido en la voz. Quise preguntarle por la vida, escuchar algo que me aliviara, algo que me sacudiera por dentro y me retara diciéndome “de qué te lamentas, idiota. Mirá a tu alrededor, siempre puede ser peor.”
Pero no. Ni siquiera se quejó de la humedad. En un momento noté que era él quien se compadecía por mí y por todos.
Sentí pudor y dejé, por un instante, de sentirme el fucking ombligo triste del mundo.
No fue su desgracia mi consuelo sino el hecho de que él, pobre y lisiado, se veía contento.