Por Fosforito
Años atrás, cuando era más joven, quise entrar al boliche con un par de amigos. El Guillote lucía enormes anillos dorados en sus manos. Algunos eran regalos entrañables de familia, otros eran unas baratijas de caras cadavéricas y cruces de Malta. Guillote tenía cara de expediente. Era de una contextura enorme y con pinta de «pesado». Guillote se hacía un poco cargo también de su imagen, pero era tranquilo; solo se erguía como un muñeco inflado con gas helio y una mirada de violencia impúdica, como si estuviera por entrarle a un pedazo de vacío jugoso.
Por el contrario, cuando reía, su cara se iluminaba como una medianoche de Año Nuevo. Los fuegos artificiales explotaban desde sus mejillas y su verdadera esencia de grandote bonachón quedaba al desnudo.
Esa noche guillote no se quiso sacar los anillos para entrar a la disco como se lo pedían los de “Seguridad”. Empezó una discusión con los patovicas en el acceso que terminó a las piñas en la calle. La pelea era despareja, fisiculturistas y canas haciendo horas extras contra un cuarteto de pendejos temerarios. Guillote perdió un pedazo de diente esa noche y volvimos con el auto de papá abollado por las patadas de borceguíes con punta de acero.
Le reproché por los anillos a Guillote y su actitud de no ceder. Las argollas ocupaban sus diez dedos que eran gruesos y apretados como un racimo de bananas que, sumados a los collares y el aro en la oreja izquierda, le daban a su porte un toque amenazante. Era un Mario Baracus criollo. Guillote defendió sus anillos y me dijo que el problema no eran los accesorios sino su cara y su piel…
No fue la primera vez alguno se quedaba en la puerta sin poder pasar y debíamos irnos todos. Como la noche que Gabi se animó ser ella, a lucir como la mujer que se sentía. Se veía tan liberada, orgullosa y altiva, pero esa vez la casa también se reservó el “derecho de admisión y permanencia”.
– ¿Se acuerda de la canción que cantábamos en la fila para entrar, Fosforito?
-“Pasarás, pasarás, pero alguno quedará”…
Antes de la pandemia había negocios donde te invitaban a retirarte dependiendo de la ropa que usabas, la cara que tenías o el color de tu piel. Lugares que prohibían entrar con el casco sobre la cabeza, el jockey o la capucha. Supermercados que tienen el cartel bien grande de no ingresar con el torso desnudo, de “Prohibido fumar” (¿Se acuerdan cuando se fumaba en los bares, en los aviones y en todas partes?)
Con la peste nos adaptamos a otras cosas, como hacer la cola bajo la intemperie para entrar al banco, a las oficinas y dependencias del Estado, a locales del comercio y otros servicios.
Nos habituamos a seguir las indicaciones de los carteles que piden que no ingrese más de un miembro por grupo familiar y con el barbijo puesto de forma correcta, a las tomas de temperatura y al disparo de desinfectante en las manos sin derecho al pataleo.
Ahora se está hablando del “pase sanitario” para acceder a eventos y actividades en espacios cerrados, a bares, restaurantes y gimnasios, lo que permitiría sumar un porcentaje mayor de concurrentes tratándose de personas que estén vacunadas con una dosis y que hayan cumplido un cierto plazo desde su aplicación. Considerando la situación sanitaria actual de la ciudad, clasificada como de “riesgo medio”, esto podría significar una ampliación extra de los aforos que alcanzarían el 70%.
Sin embargo, representantes de la gastronomía y el comercio de Concordia anticiparon que se opondrían al pase sanitario, aduciendo que no quieren ejercer lo que consideran un “poder de policía” que le corresponde al Estado y plantean la cuestión como una posibilidad de enfrentamiento con los clientes…
Me preguntaba qué diferencia puede haber entre el pase sanitario y reservarse el derecho de admisión y permanencia que ejercieron de toda la vida…
Estoy vacunado como muchos. Como la mitad más uno de la ciudad. Quiero salir, quiero ir al cine, quiero sentarme a tomar una cerveza con amigos, y quiero tener la certeza y la tranquilidad de que quienes están alrededor, en esos ámbitos cerrados, también estén vacunados.
Los no vacunados son como aquellos que circulan sin seguro o cinturón de seguridad, que andan en moto sin casco. Son un riesgo para sí mismos y para los demás. Al no vacunarse se prestan como posibles huéspedes del virus que seguirá circulando y cuanto más circule continuará mutando. Al no vacunarse tendrán mayores riesgos de padecer una enfermedad grave, hospitalización y muerte; ocupando además recursos y trabajo de una Salud Pública saturada y agotada.
Nadie murió por la vacuna. Nadie quedó imantado a la heladera. Nadie -que no la tuviera de antes- tomó simpatía por el sistema comunista que, dicho sea de paso, en Rusia terminó hace más de 30 años y en China es un híbrido difícil de explicar.
Es tiempo de reconocimiento para “los clientes” que hacen lo que deben en tiempos excepcionales.
Y los que no se quieren vacunar que se queden soplando el aire de sus propias burbujas.