La sociedad parece haber adquirido una contraproducente propensión a hablar de todo menos de lo que importa. Así es como nos perdemos en discusiones que no van a ningún lado como cuando nos desgañitamos porque los uruguayos nos van a llenar de “caca vegetal” el río y no por seguir bailando al ritmo que el imperialismo propone en una tierra destinada a ser, ya no el patio trasero del primer mundo, sino su contenedor de basura. Faltos de ideas, escasos de proyectos regionales que nos reúnan, muy soberbios a la hora de boconearnos entre hermanos vecinos en una supuesta defensa de los intereses nacionales, pero muy dóciles a la hora de buscar el consentimiento y el agrado en las faldas del tío Tom y todas las otras sumas del poder mundial. (Ojo: con esto no se está queriendo relativizar o restar la importancia que las cuestiones del medioambiente merecen sólo que hay cuestiones anteriores a discutir)
Esta semana, en Concordia, tuvo lugar un ubicuo debate multimediático acerca de los sucesos ocurridos en el Hipermercado Norte. Los medios impresos y digitales, la radio y la televisión, en sus programas periodísticos entablaron un áspero debate por elevación acerca de los incidentes que ocurrieron en la manifestación que empleados de comercio hicieron en el acceso a la multinacional para exigirle que cierre sus puertas los domingos y concienciar a los dominicales consumidores para que tengan la gentileza y la solidaridad de hacer sus compras otro día. El tema también giró en torno a si los domingos es un día para consagrar a la familia o putear la vida por ganar dos con cincuenta por hora, reponiendo las góndolas, mientras nos perdemos las pastas de la vieja.
Vivimos en un estado de derecho y pareciera que la discusión perdió su norte. Habíamos empezado hablando de la ley y de cómo muchos comercios la violaban haciendo trabajar a sus empleados los domingos por el mismo dinero que el resto de los días y recompensándolos con un franco en un día hábil de la semana. En algunos casos, incluso, haciéndolos figurar como si fueran trabajadores de media jornada cuando cumplen turnos de ocho o más horas.
Irse por la tangente es una afición, quizás poco conciente y no malintencionada, pero muy funcional a los que se quedan con casi toda la torta.
Los empleados no parecen quejarse tanto de trabajar los domingos como de la explotación que padecen. Porque su tiempo, su vida, eso que pasa y no se recupera más, vale dos monedas.
Durante miles de años hubo esclavos. La esclavitud por deudas fue una de las formas más comunes de pagar lo que no se podía. Entregar el cuerpo y la vida al acreedor era mejor a que nos cortaran el cuello. Con el tiempo, los amos se dieron cuenta que era más redituable pagar una suma por los servicios prestados que hacerse cargo del techo, la comida y la asistencia a la salud. Era más beneficioso pagar un sueldo que nunca alcanza para que consuman lo que producen, aumentar la demanda y en consecuencia el valor de las cosas… (Y cortamos acá porque todos los caminos conducen a Marx)
Hoy la esclavitud es la flexibilización laboral y el disciplinante la desocupación reinante. Trabajar como burros por algo más que una zanahoria es lo mejor que nos puede pasar en esta intemperie de pobreza y desocupación. Entregar nuestro tiempo es un privilegio que un 11,2% del país (siendo complacientes con las cifras oficiales que no cuentan a las multitudes que cobran un plan asistencial o trabajan salteado) no se puede dar y que mataría por estar en el lugar de los que tienen todavía -aunque pequeño y mal pago- el suyo.
La iglesia, tan tenaz a la hora de sostener sus costumbres cristianas por estos pagos, podría reformular sus homilías y sus políticas para darles una trascendencia que vaya más allá de los domingos consagrados a Dios y la familia y dejar en manos de San Cayetano el milagro de devolverles a los hombres su dignidad en vida.
Los sindicalistas, que tanto se arroban la representatividad de la clase trabajadora, tendrían que acordarse que los desocupados, los empleados en negro y los que subsisten gracias a algún currito de ocasión, son trabajadores -por más que su situación les impida aportar al gremio- cuya situación es el mayor condicionante laboral para los que si aportan.
Los empresarios que reniegan del Estado y las leyes laborales, tendrían que acordarse de sus palabras y sus ninguneos cuando les va mal y piden protecciones, exenciones y condonaciones. Cuando piden más control en las calles para controlar esa delincuencia que parece hija de un repollo y represalias a los manifestantes que por exigir su derecho a trabajar impide el derecho a lucrar.
El periodismo, que siempre mira la paja en el ojo ajeno debería dejar por un momento el altruismo y mirar la viga en el ojo propio, porque padece condiciones de trabajo deplorables y casi tortuosas, trabajando de lunes a lunes, muchas veces sin una moneda en el bolsillo y sin certezas de que alguna vez la tenga, matándose entre colegas por una publicidad oficial, sin organización que los reivindique, sufriendo las mismas ignominias que los trabajadores más postergados, deambulando como peonzas enloquecidas con un grabador en una mano y una maltratada carpeta de publicidad en la otra… Bien, muchos sostienen que la profesión es un sacerdocio.
Si peleamos para revertir el mapa social y laboral de la ciudad, equiparar el ingreso, si logramos presionar para que la ley se cumpla, para que no haya un centenar de desesperados esperando ocupar el lugar que a duras penas sostenemos, si luchamos por cambiar una estructura económica que perpetúa a los pobres y desocupados en la condición de fantasmas ambulantes y atormenta a la mayoría de los que tienen trabajo con la horrible incertidumbre de no saber cuando el delgado hielo se va a romper bajo los pies, evitaríamos padecer muchas de estas consecuencias lógicas de una estructura social y económica podrida que muy poco se cuestiona. Que haya cada vez menos ricos con más riquezas y mayor cantidad de pobres cada vez más pobres. Que muchos tengan poco porque pocos tienen mucho. Pero para cambiar algo de esto habría que hacer política, puf.
De todas maneras el hecho que, en Concordia –una ciudad que, al decir de un inefable puntero bustista, si tiran una bomba atómica rebota-, los comerciantes que tienen empleados a cargo se hayan puesto de acuerdo casi por unanimidad para no abrir los domingos es para destacar.