…No es padre el que dona genes encerrados en espermatozoides, ni el que fecunda un óvulo, sino el que permite germinar, echar raíces, crecer, madurar y continuar la historia de la humanidad… Los niños son embriones sociales y en este siglo apelan a tíos, abuelos, maestros, vecinos, padres de compañeros o amigos, para armar con gajos afectivos-normativos el rompecabezas vital. Padre es el que acompaña y guía, selecciona estímulos que harán impronta en la fábrica de sensaciones, sentimientos y comportamientos. El que acerca vínculos, efímeros o eternos, para fecundar proyectos y sueños, esperanzas, fidelidades y confianzas, que orienten las velas, con que se navegan las pequeñas existencias.
Muchas son las coreografías paternas que el niño acepta, pero las necesita de por vida. Sigmund Freud le escribió a Romain Rolland: «El día que Napoleón fue coronado emperador en Notre-Dame, giró su cuerpo y con tono melancólico comentó a José, su hermano mayor: «¿Qué diría nuestro padre si pudiera estar aquí, ahora…?». Algún día comprenderemos que la mejor ley es la que defiende un «plan paterno-infantil», capaz de disminuir la violencia, el autoritarismo, la delincuencia, el sadismo y tantas formas de convivencia perversa que padecen los niños. La nutrición normativa es tan importante como la proteica. Las «cuotas alimenticias» que reclaman los niños son otras que las jurídicas: presencia sin intermitencias, una mano que apriete, un brazo en el hombro, que abrace fuerte, palabras que hagan eco (por la vía que sea), aliento para cualquier regreso, al menos un día de invierno, con el pretexto de un festejo…