Cristan y Fernanda están casados hace tres años. A primera vista son una pareja como tantas, que se ve feliz, que se le nota esa complicidad característica de los que se conocen mucho.
Se conocieron “gracias” a las drogas, pero el amor se fue consolidando durante el tránsito hacia la recuperación de sus vidas. Hoy son parte de una iglesia cristiana evangélica y ambos se ocupan de ayudar en la recuperación y contención de adictos y familiares; además de sostener un merendero en un barrio de la zona sur. Cristian trabaja como recolector de residuos y Fernanda hace cursos de estética para la mujer que es la actividad laboral a la cuál se quiere dedicar.
Dar testimonio de la vida que pasaron en el mundo de las drogas es su manera de ayudar a otros:
“Todo empezó casi como un juego, por curiosidad, pero influyó mucho la falta de afecto, de una amistad de verdad, de un abrazo, y de amor propio. Un día apareció la droga, casi como una invitación a olvidar el dolor. Al principio era divertido, me hacía sentir bien, pero con el tiempo uno se da cuenta que está alimentando al enemigo interior, el que va a tomar las riendas de tu tiempo, de tu voluntad, de tu salud”, cuenta Cristian.
“De muy chiquito empecé a trabajar en la calle. Salía a vender churros. Después fui diariero y ahí me encontré con chicos que venían con problemas en su familia y para los que el consumo era un escape. Lo primero que probé fue la marihuana. Me hizo sentir muy bien. Detrás empezó a venir todo lo demás. Ya no quería volver a casa, quería estar más tiempo en la calle. Tenía una herida, un dolor, que la droga me tapaba. De repente tenía también un montón de amigos, que eran amigos para las drogas. Con ellos podía hacer todas las cosas que me habían dicho que nunca hiciera”, recuerda.
Cristian habla de la cocaína como si fuera una especie de compañera que alguna vez le presentaron y de la que se enamoró perdidamente: “La novia blanca”, le llama . Hoy piensa que en realidad era una pistola cargada para apuntarse a la cabeza. Después vinieron otras sustancias, cualquier cosa para perder los sentidos, desde el pegamento hasta la nafta. “Uno ve cómo le cambia el color de la piel, como se le arruinan los dientes… Yo fui una persona que estuvo perdida, que vendió todo lo que tenía.”
Cristian tiene contextura física grande, un tono de voz parsimonioso y un rostro bonachón. No se parece a la persona que dice que solía ser, un hombre de larga melena enrulada, con tatuajes tumberos en el cuerpo, temerario, que solía ser fuerza de choque, mandadero y custodia de los “transas”, sus “amigos de la droga”:
– “Yo era un gato como se dice, un sirviente. Hacía eso y vendía para tener mi parte porque no tenía efectivo. Yo estaba ‘jugado’. No hablaba con mi familia. No tenía a nadie.”
Cristian y Fernanda se conocieron en el pozo de sus vidas.
Fernanda estaba derrumbada luego de una ruptura de pareja. Había quedado sola con tres hijos y su corazón roto por el abandono del hombre que amaba con locura, con tanta locura -recuerda- que los golpes que le propinaba parecían no doler, ni importar.
“Estaba desesperada. Me sentía tan triste. Empecé a juntarme con chicas del barrio, hacíamos un guiso, tomábamos cervezas y consumíamos marihuana. Pero mi gran problema empezó a ser el alcohol. Perdía la cabeza, quedaba inconsciente. No quería sentir, quería olvidar, pero al otro día era más grande la tristeza y la desesperación, entonces consumía más alcohol. No sabía qué hacer, a quién recurrir. No quería hablar con mi familia para no llevarle problemas. Trataba de fingir que todo estaba bien.”
Durante el día Fernanda se levantaba entre sus ruinas para ocuparse de sus hijos, pero cuando estos dormían ella buscaba consuelo en la bebida.
Cristian llegó para salvarle la vida, asegura. Sin embargo, el primer salvavidas que le tiró fue la cocaína…
– Yo era alcohólica. Él me ofreció cocaína para que yo no pierda la conciencia, quedara desmayada, y que pudiera correr riesgos.
Por su parte, Cristian recuerda que entonces le ofreció cocaína para que no se emborrachara, perdiera la lucidez, fuera víctima de algún abuso estando indefensa y para que pudiera tener energías para cuidar de sus niños. “Ahora me doy cuenta de lo mal que hice, pero en aquel momento me pareció que estaba bien”, reflexiona.
“Al mismo tiempo, el consumo de cocaína nos llevó a muchas peleas. Cada uno estaba a la defensiva, sentía que tenía la razón de todo, no nos escuchábamos y la desconfianza pasaba porque el otro pudiera estar consumiendo solo, consumiendo más y a escondidas de uno. No podíamos estar juntos, nos peleábamos y nos separábamos todo el tiempo. Pero, cuando estábamos distanciados, nos extrañabamos”, recuerda Fernanda.
Después de ser vendedor ambulante y canillita, Cristian empezó a trabajar con los planes sociales. Estuvo 12 años así, pasó por la poda de árboles y otros menesteres, hasta que logró ingresar a planta permanente en el servicio de recolección de residuos.
-¿Te acordás, amor, cuando me regalaban ropas y vos las lavabas y las ibas juntando para cuando nos quedáramos sin plata para comprar droga?
Fernanda no le contesta y lo interrumpe para contar que una vez consumió cocaína con su hijo mayor…
-Fue el error más grande que tuve como mamá
Lo dijo de una manera tan sentida que no dejó lugar a dudas.
-Hasta el respeto perdió por mí. Llegó casi a levantarme la mano.
Aquello fue el punto de quiebre para ella.
Para Cristian, en cambio, la inflexión en su vida llegaría a su lecho de muerte…
“Antes fue la muerte de mi padre. Él tenía cáncer. Siempre supo en lo que yo andaba. Nunca me había visto, pero sabía. Me decía que me dejara de joder con esa cosa que estaba tomando. Pero yo peor, más y más me metía. Consumía el doble. Apreté el acelerador a fondo. No descansaba. No me alimentaba. Sentía que me estaba pudriendo por dentro. Un día trabajando, corriendo detrás del camión, me muerde un perro. Me llevaron al sanatorio. Resulta que me estaba muriendo. Me descubrieron una anemia hemolítica. Me agarró un virus en la sangre. El médico que vio mis análisis dijo que era un milagro que estuviera vivo, que me podría haber muerto durmiendo o trabajando, en cualquier momento. No tenía glóbulos rojos. Mi propio sistema inmune me desconoció y me estaba atacando. Así que me internan de urgencia en terapia intensiva. Le preguntaron a Fernanda si tenía cobertura de sepelio y que vaya haciendo los papeles… Mi papá se había muerto 15 días antes nomás”, recuerda Cristian.
“ Yo iba todos los días hasta el sanatorio y todos los días le escribía una carta de amor en sus redes sociales. Yo quería saber cuántos amigos tenía. A cuánta gente le importaba. Ahí me di cuenta que no había ni uno de toda esa cantidad de amigos que supuestamente tenía. Sólo estábamos su familia, mis hijos y yo”, narra Fernanda con una mueca desencantada como la que suelen hacer aquellas personas desilusionadas cuando se dan cuenta de algo que debía haber sido obvio.
Fernanda recuerda que un día, volviendo al barrio desde el sanatorio, se cruza con un vecino, un muchacho joven, que le preguntó por Cristian. “Habíamos ido a tantos curanderos, además de los doctores. Este chico me pidió una remera de Cristian. Me dijo que al otro día iba a haber una ‘cruzada de milagro y sanidad’ en la iglesia a la que él concurría. Me preguntó si no tenía problema, me preguntó si creía en Dios, le dije que sí. Le dí la remera. Cuando se está desesperado todo ayuda. Al otro día este chico fue al sanatorio y pasamos la remera por debajo de la puerta como se dice, porque en terapia no te dejan entrar nada. Se la pusieron en la cabecera de la cama, junto a la almohada.”
Cristan cuenta: “Yo no podía tener el celular, no podía tener nada. Pedí que me trajeran una radio chiquita con auriculares. Un muchacho de la limpieza me la pasó. Yo veía que, en la media hora que podía recibir visitas, me decían: ‘dale, metele, ponete fuerte, te queremos ver afuera’. Cuando se iban, en el silencio, me daba cuenta que me estaba muriendo por más que no me lo dijeran. Esa radio pequeña fue toda mi compañía después. Tenía poco alcance. Un día pude sintonizar una emisora donde se predicaba la palabra de Dios… eso me daba paz, me llenaba, me ayudaba a dormir. Yo no era religioso. Iba a la Gruta de Lourdes sólo para alguna comunión o bautismo. Nada más. Tampoco quería saber nada con los ‘Aleluyas’. Una noche empecé a largar todo, cuando me dieron cinco días de vida. Esa noche empecé a hablar bajito, a reconocer que era una mala persona, un egoísta, que no valoré nada de lo que tenía, ni mi trabajo con recibo de sueldo, ni mi primer autito, ni mi familia, ni el hecho que tuviera mis primeros y poquitos ahorros, por ejemplo… que robé, que mentí, que estafé, que estaba donde estaba porque me lo había buscado… Empecé a largar mi rollo porque ya me quedaba poco. Mi vida estaba acabando y me podía morir en un abrir y cerrar de ojos. Esa noche me fui durmiendo pensando que se terminaba… A la madrugada me despiertan los enfermeros. Me asusto. Me dicen: ‘Cristian, levantate’. Ellos habían visto que mi corazón dejó de latir. Yo les decía: ‘Estoy bien, sólo estaba durmiendo’. ‘No, Cristian, levantate’, insistían. Querían que estuviera despierto para que no me vaya en el sueño.”
“Me habían hecho mil análisis, me llevaron a Rosario y a Buenos Aires. No podían dar con el virus que me afectaba. Mi cuerpo no aceptaba las transfusiones de sangre… Al otro día, después de aquella noche, me pudieron hacer una transfusión. Mi cuerpo empezó a acomodarse y a los ocho días me pasaron a sala común y ocho días después me dieron el alta. Y ahora estoy acá, charlando con ustedes, después que me dijeron que se me iba a ser imposible llevar una vida normal, que iba a tener que vivir en una burbuja y cuidarme de todo. Que no podía volver a enfermarme porque cualquier cosita me podía matar. Cada uno dirá si cree o no. Yo siento que mi arrepentimiento fue sincero, que si salía no quería volver a ser la misma persona de antes, y Dios me escuchó.”
“Yo no tengo miedo, ni vergüenza de hablar. Sé que hice mal, sé que estuve enfermo. Lo mejor que podemos hacer ahora para ayudar a otros es hablar con honestidad y desde el mismo nivel. Es dar nuestro testimonio. Porque estuvimos ahí, sabemos de qué se trata, recordamos lo que hicimos y lo que fuimos. Hay un Dios, no importa cuál, es el mismo para todos. Que si lo buscas, lo vas a hallar. A mí me salvó cuando ya no había nada por hacer.”
(Por información en ayuda y contención sobre las adiccones y la familia, los interesados se pueden comunicar al 3454162734)