En mis años de docencia, especialmente en los muchos que transite por el nivel superior, no había momento más indeseable y que me produjera más mal humor que las fechas de mesas de exámenes. Año tras año, fecha tras fecha me repetía: “quiero ser enseñante como en la época de Sócrates, que quienes deseen aprender nos juntemos debajo de un árbol y entablemos un aprendizaje mutuo hasta que un día ese o esa estudiante, sintiera que ya no tiene nada nuevo por aprender y buscara otra maestra” mi pensamiento siempre concluía con la misma frase “que feliz sería yo”.
“Tomar” examen me producía mucho cansancio, intentaba seguir el mapa mental del estudiante y así recorrer con ella o él el camino que le dejo huellas, en las tardes-noches del aula. Sentía en el centro de mi estómago su nerviosismo, a veces traducidos en tics que no podían dominar (recuerdo una estudiante que le temblaba una ceja y yo solo pensaba como podía mover una sola ceja, mientras ella intentaba recordar una línea de lo sugerido como lectura, para el evento); en otras oportunidades me daba cuenta que, esta vez no sería la que aprobaría y quería hacerle lo más corto posible el mal trago, pero él o la examinada insistía en permanecer sentada ahí, muchas veces llegue a pensar que no se iban porque le temblaban las piernas y quedaban petrificadas en la silla.
A esta altura el lector pensará que nunca hubo… ¿cómo se diría? ¿“Un examen cómo la gente”? Decir que hubo momentos de extremo placer, escuchando lo que se llamarían exámenes brillantes, sería oportuno, aunque siempre que sentía esa alegría la asociaba más a un gesto de autosatisfacción, seguida de la duda ¿me lo dijo porque lo piensa o porque sabe que así aprueba? Siendo estudiante, la primera estrategia que desarrollé, fue saber qué quería escuchar el profesor en el examen y así sorteé varias carreras, con muy buenos puntajes.
Ahora bien, siempre pensé que el examen era innecesario, discusión que he llevado muchas veces a mesas con colegas, cerveza por medio…y ya sabrá el/la lectora como terminan esos debates…en nada.
La humanidad avanzo largamente en su historia sin exámenes, partamos de ahí, fueron los chinos quienes impusieron ciertas pruebas para aceptar que, personas no pertenecientes a la casta superior, ocuparan puestos del funcionariado. O sea que los primeros registros de exámenes, fue una cuestión de castas. Hasta la Edad Media no hay evidencias de exámenes asociados a la enseñanza, y la sociedad examen-nota, es una herencia del SXIX, cuando el capitalismo impone la necesidad de sistematizar toda la vida, en todos los aspectos del transcurrir de la humanidad, para que se pueda producir en serie y esto le garantice el consumidor que necesitaba.
En esas charlas-debates cerveceras, surgían siempre diferentes posturas, que podrían simplificarse en dos, estaban aquellas que se preocupaban por bajar el estrés del estudiante y estaban quienes “me tiene que demostrar que sabe” (con gesto de “que sabe lo que yo quiero y no más que yo”). Parafraseando a Foucault, invirtiendo las relaciones de poder-saber; presentando como relación de saber lo que en realidad es una relación de poder.
“…el examen es en realidad un espacio de convergencia de un sinnúmero de problemas. Problemas que son de muy diverso orden. Éstos pueden ser sociológicos, políticos y también psicopedagógicos y técnicos. Sin embargo, por un reduccionismo que en el fondo cumple la función de ocultar la realidad, los problemas en relación al examen aparecen agudizados sólo en su dimensión técnica. Desconociendo los otros ámbitos de estructuración.”[1]
El rol que supe cumplir, en un cargo pedagógico, me permitió transitar durante los periodos de exámenes, una gran cantidad de situaciones ligadas a los problemas cognitivos, sociales, psicológicos, económicos y de vínculos, de estudiantes y también de docentes. Ponerle una calificación numérica a todo aquello sería un acto no solo imposible sino casi demencial, pero como se debe poner nota, no puedo más que considerarlo alienante.
“..el examen es sólo un instrumento que no puede por sí mismo resolver los problemas que se han generado en otras instancias sociales. No puede ser justo cuando la estructura social es injusta; no puede mejorar la calidad de la educación cuando existe una drástica disminución de subsidio y los docentes se encuentran mal retribuidos; no pueden mejorar los procesos de aprendizaje de los estudiantes cuando no se atiende ni a la conformación intelectual de los docentes, ni al estudio de los procesos de aprender de cada sujeto, ni a un análisis de sus condiciones materiales. Todos estos problemas, y muchos otros que convergen detrás del examen, no pueden ser resueltos favorablemente sólo a través de este instrumento (social).”[2]
Todo esto y más pasaba una y otra vez, por mi mente, en cada época de exámenes. Fríos insoportables pensando en situaciones de estudiantes que deben llegar, a veces, caminando desde lugares muy distanciados al centro educativo; calores lacerantes que quitaría a cualquiera las ganas hasta de hablar. Así se llega al examen, a probar que uno o una ha hecho el “merito” suficiente para “ser alguien en la vida” y no puedo dejar de pensar, en tantos “alguien” que siguen “siendo”, habiendo aprendido lo que pudieron o lo que quisieron, aún sin haber aprobado el “examen”; pero para este mundo cruelmente evaluador, solo son un par de fracasados o fracasadas que nunca terminaron la carrera.
Sí mi estimadísimo-a…para mí el examen es injusto y altamente estresante. ¡Que feliz sería si solo pudiera enseñar!
Lic. Verónica López.
Tekoá Cooperativa de Trabajo para la Educación
[1] Diaz Barriga, A. (1994) Una polémica en relación al examen. Revista Iberoamericana de Educación. N°5. OEI. Para la Educación, la Ciencia y la Cultura
[2] Ob. Cit.