“Cristo de la hermandad”: sobre deterioros y restauraciones

“Y en lo escultórico, implica antecedentes profesionales del artista, calidad estética, materiales adecuados y durabilidad de la obra que va en un espacio abierto, a la intemperie. Tampoco lo hubo.
Sin embargo no es insólito si se piensa en el debilitamiento de nuestras instituciones y en el oportunismo de personajes que se presentan como artistas.
De la demagogia política y la improvisación artística resultan obras públicas que se deterioran rapidamente, como símbolo indirecto pero infalible de un deterioro generalizado.
Es necesario aclarar que el desatino no es exclusivo de nuestra ciudad. Largo sería describir lugares en todo el país donde se han cometido gigantescos mamarrachos a partir de similares mecanismos donde abundan la arbitrariedad y la especulación.
Descartando los variados aspectos que pueden ser evaluados en una obra de arte público, el solo enfoque sobre el material y el procedimiento técnico utilizados en “El Cristo de la hermandad” revela clara y fácilmente porqué está deteriorado a solo ocho años de haber sido inaugurado.
El árbol de timbó de gran porte recientemente arrancado, utilizado en la obra, ya tenía rajaduras cuando fue tallado en la madera aun verde.
La madera de timbó se utiliza habitualmente para la construcción de canoas porque es liviana, se dilata dentro del agua cerrando las uniones entre las tablas, a la vez que la continua humedad favorece durante un tiempo su conservación. Pero igualmente requiere de una periódica protección con barnices adecuados. Consistente, blanda y sin largas vetas o fibras que pudieran producir astillas y obstaculizar la realización de relieves, el timbó es una madera agradable y fácil de tallar. Pero no resiste la intemperie, especialmente la prolongada exposición al sol y a bruscas variantes de clima y temperatura, lo cual la reseca y produce rajaduras y erosión como sucede con la mayoría de las maderas en tales condiciones.
Esto lo saben los gauchos, los carpinteros y los escultores.
Se suele utilizar al anchico para hacer portones, porque es la madera de un árbol criollo que aguanta largamente el rigor del viento, las lluvias y los soles del campo. Eso sí, al igual que el ibirapitá, el quebracho, el lapacho o el palo santo no se deja tallar sin un gran esfuerzo. Claro que este esfuerzo que obliga a paciente elaboración no se condice con las apresuradas acciones de oportunistas y demagogos.
Ningún gaucho, carpintero o escultor se presentaría tan fresco para restaurar, dinero mediante, una obra en la que él mismo hubiera elegido mal el material.
Esto lo haría solo quien quisiera aparecer cada tanto en los diversos municipios donde hubiera hecho obras con similares maniobras, asegurándose una duradera especulación.
De haber existido el habitual contrato de obra entre municipio y prestador, correspondería el pago de una multa por parte del chapucero, en lugar del cobro que pretende.
Un buen cristiano no usa a Cristo como negocio ni degrada su imagen con un material inadecuado.
Un buen escultor no ejecuta en esa madera una obra para colocar a la intemperie.
Una municipalidad responsable no admite en su espacio público un monumento que no sea de material perdurable (bronce, mármol, granito, cemento, hierro).
Los espacios públicos no admiten, y esto está a la vista, figuras o construcciones desproporcionadas, fuera de la escala en que fueron planificados originariamente. Y mucho menos, obras de pésima calidad como ésta, que no merecen nuevos gastos porque no tienen arreglo.
Si es la hora de construir un país en serio, lo que hay que restaurar es la institucionalidad, la ley y las ordenanzas.
Y arrojar a la basura la chatarra inconsulta producida por farabutes y prepotentes”.

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