Sin duda siempre surgen –o deberían surgir- nuevas preguntas en torno a estos casos, que exceden las competencias del Poder Judicial. Como dijimos al comienzo, (en términos estrictamente jurídicos) el resultado fue satisfactorio, “se hizo justicia” pero a los fines sociales, ¿Qué va a pasar ahora con el joven condenado de 19 años? Aquel que apenas superada la barrera de la mayoría de edad, manifiesta tal desprecio por la vida, pero que a la vez, con solo 19 años, con una educación muy básica y con una formación ética y cívica prácticamente nula, pasará a integrar una comunidad de claustro donde no le será posible, o le será muy difícil, modificar esa conducta o esa visión de la realidad, esa forma de comprender el mundo, que está signada por “el mundo” que le tocó vivir desde siempre, o en tal caso, por el mundo que no le tocó vivir, el que solo podía ver por una ventana.
El mundo en que viven Rubén Darío e Iván Balbuena, el mismo en que encontraron la muerte sus precoces víctimas, y en el que conviven, crecen y forman su propia opinión de la sociedad tantos otros chicos; es muy distinto al que viven los ciudadanos de la clase media o alta de Concordia, y por tal motivo muchas veces imposible de comprender por los formadores de opinión.
Un mundo real, tan real como el dolor de los padres de Elías González y de Jonathan Velásquez, tan real como el revolver que usaron esos chicos de 19 años para darle muerte a sus vecinos por discusiones tan banales que siquiera merecen ser tratadas.
Ese mundo existe, acá nomás, pasando las vías del tren, al sur de la ciudad.
Un mundo donde el contrato social de los revolucionarios franceses -aquel que ya nos resulta arcaico a los “ciudadanos modernos”- que tiene por primer punto el renunciamiento de la autodefensa directa, trasvasando, cada ciudadano, ese poder al Estado- ese mismo contrato, ese renunciamiento, que nos brinda seguridad en la sociedad moderna- no existe en el mundo de Rubén Darío, de Iván, y de los padres y hermanos de Elías, o de Jonathan, o de tantos otros.
En la Zona Sur, como en muchos otros barrios de Concordia las circunstancias reales en las que viven los ciudadanos, superan las previsiones de la norma más elemental para la organización del Estado, y ante esto, la concepción del mundo para quienes habitan en ese “otro mundo” varía considerablemente.
Entonces: Si el poder represivo -que en la sociedad moderna está en manos del Estado- en la realidad de los barrios está en manos de las bandas, podríamos decir que el primer punto del contrato social está -cuanto menos- incumplido.
Con ello la naturalidad del uso de armas, por cualquier individuo se vuelve cada vez más cotidiano, y hasta necesario, porque cada uno vela su propia seguridad y entonces la vida ajena ya no tiene el respeto que le corresponde, porque cualquiera puede matar y está justificado, porque “si no es él, soy yo”.
Pero cuando un joven, de 19 años, que vive y concibe el mundo desde esa perspectiva, es institucionalizado por el Estado; entonces, existe una oportunidad directa y concreta para trabajar sobre esa concepción del mundo, al menos en ese individuo, que en este caso son dos.
Hoy, Iván Balbuena y Rubén Darío Acosta, dejarán ese mundo en el que “todo vale”, y pasarán a ser observados día y noche por el Estado, durante 11 años serán tutelados por aquel que falló en el punto más primordial del contrato social. Pero que está a tiempo al menos, de encausar la concepción que estos dos precoces homicidas tienen del mundo, de la sociedad, de la vida.
Si esta tarea no se realiza, si no se educa y sensibiliza a estos dos chicos de 19 años que ya han aprendido a matar a tan corta edad; entonces, dentro de 11 años bien podríamos prepararnos para informar de otro homicidio en la zona sur, o en cualquier otra parte de la ciudad, porque en 11 años el Estado no fue capaz de educar a dos muchachos en el principio más elemental del orden social en que vivimos. El respeto por la vida…
Y tomo estos dos casos, porque creo que es posible, porque estos dos muchachos a los que en poco tiempo llamaremos “presidiarios” están a tiempo de cambiar, de aprender; es educación lo que les hace falta y no es otro que el Estado el responsable de esa carencia.
¿Se puede hacer algo con estos chicos, para que cuando salga de la cárcel a los 30 años no vuelvan a matar?, ¿O que para cuando salga de esa “universidad del delito” que es la unidad penitenciaria, halla podido superar ese desprecio por la vida, ese desprecio por el contrato social establecido, que talvez siquiera conocieron? ¿Podrán resolver por si solos los conflictos psicológicos que los hacen ser inmunes al dolor ajeno, si lo fueran?
Sin duda no podrán; lo que pasará es que esos jóvenes de 19 años que cayeron por matar, entrarán con todos sus conflictos, resentimientos y esa extraña -pero hasta justificada- visión que tienen del mundo, y convivirá durante 11 años con otros hombres que ven el mundo tal y como ellos lo ven, que han matado por odio, por venganza o por dinero, o que han robado y al igual que ellos han despreciado la vida de otro ser humano, y algunos tantos que simplemente se han equivocado; entonces, solo hallarán justificaciones a su forma de ver y de actuar en el mundo, en lugar de trabajar en el entendimiento de que “hay otra forma de ver las cosas”, porque ese entendimiento requiere del apoyo de un profesional, un psicólogo, un psiquiatra, de trabajos prácticos, de convivencia, de autocríticas y fundamentalmente de educación, una educación superadora que no hay, hoy por hoy, en los sistemas penitenciarios, porque no se trata de terminar la secundaria o estudiar una carrera universitaria, de lo que adolecen estos chicos es de las normas morales más elementales.
Eso es lo que define al ser social; de lo contrario somos lobos, simples y feroces lobos peleando por comida…