Destruida su economía, prostituido el recurso humano y sin referencias claras que marquen un horizonte digno, la ciudad de Concordia fue acostumbrándose a la práctica anómica, la del hecho consumado, a la lógica del “más guapo”. Al decir de un importante dirigente que también ha influido en el diseño de esta ciudad, pasamos a ser la Chicago entrerriana. No es que Concordia sea solo lo que Ud. comenzará a leer, sí lo que predomina, sí lo que ha ido moldeando una personalidad social anómica que se ha ido imponiendo con resistencias esporádicas, espasmódicas y discontinuas.
Sobran los ejemplos: Colectivos urbanos que hacen campañas contra las papeleras e inundan la ciudad y el sistema respiratorio de humo negro. Delincuentes menores que, desquiciados, adoptaron la modalidad de dopar a sus enemigos íntimos, dormirlos y atar alguna de sus extremidades a las vías del tren para que se las corte, así de cruel. Padres de niñitas menores de 10 años que teorizan acerca de que lo mejor para ellas es que sea el padre y no un extraño quien las inicie sexualmente. De los 2000 morosos de la Tasa de Higiene solo 200 grandes contribuyentes debían el 80 %, casi $ 10 millones, esto, en la ciudad famosa por condonar deudas millonarias a grandes empresas.
No hay forma de explicar cómo los gobiernos de Jorge Busti y Cia. han permitido la destrucción sistemática de uno de los espejos de agua más fantásticos que tenía esta ciudad, el Yuquerí Chico, cuyas cristalinas aguas de vertientes alcanzaron en todos estos años un color negro y espeso y con el ecosistema (mariposas, pájaros, etc) y los fenomenales bancos de arena, destruidos. Lo que es peor, el empresario responsable de esa imponente contaminación fue premiado con cargos públicos. El empleado de una farmacia le comentó, azorado, a un redactor de Debate y Opinión que la mujer de uno de los funcionarios políticos más importantes de la provincia, compro $ 1.800 en perfumes. Chicos que cuentan azorados el nivel de gastos del hijo de un senador oficialista.
Y, por último, para no abundar, el desprecio expresado por personas que se conducen en autos caros y camionetas 4 x 4 que arrojan bolsas de residuos generando basurales en distintos puntos de la ciudad.
EL PROCESO
Pero este proceso de degradación social no llegó rápidamente. Para que ocurriera, hizo falta que la sociedad se enterara primero y asumiera luego, que su clase dirigente, representantes de distintas instituciones, políticos, empresarios, jueces, etc. formaban parte de una fenomenal rosca de corruptos que, con el correr de los años iba abarcando a más personas y sectores sociales.
Asumir esto no fue sencillo. Concordia era una sociedad formada en el “temor reverencial” al poder, al dinero y a los apellidos “ilustres”. Por lo mismo representó un verdadero destape. Acostumbrada a medios de prensa creados para reproducir ese temor, especialmente dispuestos a silenciarlo todo y a periodistas dóciles que no tenían incorporado el concepto de que la información es un derecho social, resultó una verdadera novedad que, aunque fueran unos pocos, aparecieran periodistas o medios que se animaban a socializar la información y el conocimiento y que esa práctica se masificara.
Así, las ollas que se destapaban eran cada vez más hediondas, de modo que esos periodistas que hasta hacía poco eran vistos como “comunistas”, “resentidos”, “demonios” o “políticos fracasados”, es decir, marginales, comenzaron a ser vistos de otro modo, sobre todo a partir de observar que lo que sostenían era fácilmente comprobable.
Los “nuevos ricos” cuyo principal (y en algunos casos), único trabajo conocido era la política, sorprendían con autos 0 KM., casas nuevas y lindas y, en algunos casos fastuosos campos o quintas; además de viajes al exterior, mujeres nuevas, y la pornográfica actitud de mostrar riquezas en el medio de una pobreza que cada vez se generalizaba más.
Así, con la ayuda del conocimiento y la información, el asco social contra la corrupción parecía crecer en la misma proporción que el escrache de los que tenían los dedos marcados por la lata. Este estado de cosas duró un tiempo, solo un tiempo, nada más que un tiempo…
El despliegue de poder con el que se generó temor y silencio primero, dinero y prebendas luego, hasta encontrar el antídoto perfecto fue envidiable. Tan envidiable como la incapacidad de otros actores políticos y sociales para generar alternativas unitarias, duraderas y que fueran la contracara de lo que se criticaba.
Con ese hándicap generoso ofrecido por opositores de distinto pelaje, el poder político descubrió que, ni la censura, ni la persecución, ni el dinero, servían por si solos para detener la oleada que los sindicaba como autores de un burdo choreo y como responsables directos de la pobreza y marginalidad que campeaban.
Cuando la sociedad comprendió sin mayores disquisiciones ideológicas, que la riqueza de esos señores a los que se había acostumbrado a calificar como “políticos sinverguenzas” estaba directamente emparentada a su propia pobreza, los señalados debían azuzar la inteligencia, recurrir a la astucia, para no ser arrollados por el ciclón de “la gente”.
Sorprendentemente lo lograron, no fueron arrollados y se consolidaron en el poder. Siguieron con la práctica de meter miedo, repartir dinero, perseguir y amenazar a los protestotes, pero lo que los salvó fue entender que la salida no estaba en hacer desaparecer ese clima de denuncias, sino en acentuarlo. Sí, así como se lee: acentuarlo.
Para ello, debían promover cada vez más “periodistas independientes”. Inescrupulosos bahh, que se prendieran a la onda. La onda que había cambiado, la que antes era del silencio y ahora de la denuncia. La denuncia se había puesto de moda, la denuncia fácil claro, la acusación ligera y la burda difamación que desembocó rápidamente en que cualquiera dijera cualquier cosa de cualquiera. Así lograron igualar todo. Las fronteras, las diferencias entre el sinvergüenza de verdad y el denunciado de sinvergüenza eran difusas. Parafraseando a Discepolín comenzó a “dar lo mismo un chorro que un gran profesor”. Todos (y aunque estaba lejos de ser la verdad) pasaron a ser chorros, corruptos, comprables, vendibles. Nada de lo que se hiciera dejaba de estar teñido de sospechas, comentarios y el “dato” de quien era el que pagaba para que se diga lo que se decía. De ese modo, los corruptos de verdad quedaban absolutamente mimetizados. Y ganaron.
Hasta los supuestos “progres” se comieron el anzuelo, aunque en este caso ese anzuelo estaba acompañado de la imbécil pretensión de aparecer siendo “yo, más honesto que el otro”.
TODOS CONTRA TODOS
Contrariamente a lo que se suponía, el resultado de ese conocimiento cada vez más detallado de las iniquidades no fue el repudio social generalizado y, por tanto, el cambio de raíz, de dirigentes, de comportamientos, sino un intento tibio que no alcanzó para otra cosa que para alentar el convencimiento de que nada cambiaría y que, lo mejor, no era la acusación sino el guiño. Hacerse amigo del juez, digamos. Sumado a esto comenzó a colarse la difamación. La simple habladuría se mezcló con la denuncia seria y todo comenzó a confundirse. Cuanto más soez resultaba el “denunciador” más cartel de valiente sacaba. A esa altura, denunciar y acusar era gratis… y estaba de moda.
A eso se sumó que la sociedad tampoco contaba con una dirigencia dispuesta “al asalto”, la capacidad de riesgo daba apenas para el “saltito”.
Como hacía tiempo, esa dirigencia (sin distinción) y aunque parezca un contrasentido, no estaba a la vanguardia sino a la retaguardia de la sociedad. (Comenzó a ser así desde que se inventaron las encuestas, esto es, la variante al pensamiento propio, el método noventista que le ahorro a la dirigencia política el trabajo de pensar).
El fiasco de la Alianza completó el vaso, fue la tabla salvadora. Bastó con mostrar a De la Rúa escapándose por la azotea de La Rosada y a Montiel repartiendo Bonos Federales. No necesitaron más. Entre la tendencia a simplificarlo todo y esas imágenes sostenidas por pésimos gobiernos, el lugar común de “todo tiempo pasado fue mejor” calzaba perfecto.
Inundada por la pobreza, la bronca primigenia, el resentimiento social contra los que se habían robado hasta la esperanza, es decir, el resentimiento correctamente canalizado, devino en caos, comenzó a ser la bronca de un obnubilado, un ciego, dirigida a tientas y a locas, contra cualquiera, una bronca sin norte. Espasmos, como los estallidos sociales (2001/02) alentados por esa pobreza extrema, a los que se quiso emparentar a procesos revolucionarios o de cambios profundos.
Con ese cuadro de fondo, cada vez ganaba más lugar la lógica de aquel que comenzó a pensar que “si este fulano se robó todo y se enriqueció a costilla del Estado como yo no voy a tener derecho a cruzar el semáforo en rojo”. La anomia, el desprecio por las leyes, las reglas y el respeto por el otro, fue ganando terreno, tanto como la chantada y el hacer como qué. Se fue socializando la impunidad y ganaba adeptos a medida que se comprobaba que, quienes debían poner las cosas en su lugar carecían de autoridad para hacerlo. La autoridad de las autoridades había sido mellada socialmente y ni siquiera ellos se la creían. En algunos casos hasta tenían miedo.
Si para algo sirvieron los estallidos de aquellos días de diciembre fue para crear la ilusión, en algunos, que el pueblo tenía la sartén por el mango.
Los que detentaban algún poder y sin querer, ayudaban a hacer crecer esa ilusión, se sabían en falta, retumbaba en sus oídos el “que se vayan todos” y “la gente” los asustaba. Quizás los más ilustrados, pensaban en el memorable retrato histórico y literario de Charles Dickens en “Historia de dos ciudades” y se veían guillotinados por el populacho.
No es un dato menor que haya sido Concordia la primer ciudad en la que se produjeron los estallidos y el asalto a supermercados y almacenes. La historia nos enseña que, estallidos así, capaces de derrocar presidentes, no comienzan en ciudades pequeñas, sino en grandes urbes. En este caso comenzó aquí. Ahí también quedó expresado ese “todos contra todos”, esa falta de norte. Pobres bolicheros de barrio atrincherados con armas y rodeados por su familia para impedir que sus habituales clientes transformados en “hordas de vecinos” les robaran lo poco que tenían.
Pero esta es una sociedad extraña, simbiótica, productora de amores y odios en la que muchos de sus habitantes viven anunciando una partida que nunca concretan. Este último dato es para sostener que los encantos existen, falta convertirlos en dominantes.