El dato no es menor: durante la pandemia por coronavirus la cantidad de merenderos y/o comedores solidarios administrados por particulares, asociaciones e instituciones, pasaron de 60 a 111, según los últimos datos oficiales a julio del corriente año. La mayoría dependen de la iniciativa de vecinos de los mismos barrios que reaccionan ante estas situaciones complejas, de carencias y urgencias, pero también hay personas de otras zonas de la ciudad que buscan una manera de ayudar al prójimo. Algunos se sostienen sin ningún tipo de ayuda estatal, a puro esfuerzo, voluntad y colaboración de otros ciudadanos. El mayor porcentaje están dispersos por la zona sur y la zona noroeste de la ciudad que son las geografías con las realidades sociales más acuciantes.
Iniciar un proyecto de esta naturaleza muchas veces significa un compromiso inclaudicable con los más vulnerables que estarán aguardando siempre no sólo por un lugar donde llenar la panza sino también sentir que existen personas a quienes les importan en un lugar que es, además, de encuentro y contención.
Uno de esos merenderos, nacidos bajo la amenaza de la pandemia, es “Carinas”, uno de los dos que funcionan en la actualidad en el barrio Sarmiento.
Rafael Peñalber, un comerciante del rubro de los repuestos para la electromecánica del automotor, contó que siempre quiso aportar su grano de arena desde el anonimato, pero hace un tiempo empezó a compartir publicaciones del merendero en redes sociales y grupos de Whatsapp, también empezó a dar las primeras notas en algunos medios: “Un día, un muy buen amigo mío, me dijo que me diera a conocer, que intentara contagiar a otras personas porque había quienes podían tener el deseo de ayudar. Empecé a pensar que sí, que tal vez haya otros conciudadanos que tengan ganas de dar una mano y no se animan, no conocen o no saben cómo acercarse, cómo empezar. Pensé que quizás contar mi experiencia podría ayudar.”
Rafael no es político, no es militante de ningún partido, tampoco tiene actividad religiosa: “Soy un comerciante como tantos, que vive en Concordia, que quiere que la ciudad progrese, que cambie. Si Concordia progresa, yo también voy a progresar. Si Concordia crece, yo también voy a crecer. Esto es un círculo que pude comprobar en los años en que la ciudad y el país han estado mejor. Siempre pongo este ejemplo: hace 10 años atrás, vos para cruzar calle Tavella tenías que esperar sea la hora del día que fuera. Hoy la cruzás caminando casi sin mirar, salvo en horas pico. Pero además quiero una ciudad menos dolorosa para mis hijas y mostrarles que uno tiene que ser solidario con el otro. Que como sociedad no nos vamos a salvar si todos tratamos de salvarnos solos.”
“Una vez, una de las madres del barrio me preguntó si era el del merendero y si era político. Cuando le respondí que no, me preguntó por qué ayudaba al merendero. No podía entender que alguien vaya y desinteresadamente quiera dar una mano por nada a cambio. “Yo nací a dos cuadras de Villa Busti. Allí pasé toda mi infancia. Mis viejos cuando llegaron a Concordia vivían en un rancho, de a poquito, con el trabajo y con los años, tienen una situación económica bastante buena comparada a un montón de gente, pero yo vi la otra realidad. Mis amigos eran esos chicos de la villa, con ellos jugaba. Mi papá y un tío mío también solían llevarme al hogar Juan XXIII para que viera la situación de otros chicos con una suerte muy distinta a la mía. Me acuerdo de pasar fines de semana enteros allí, ayudando y viéndolos. Después terminé la secundaria, me fui a estudiar a otra ciudad, volví, tuve una pareja, la madre de mis mellizas. Ella falleció, soy viudo. Junto a ella germinó la idea de poner un merendero. Su muerte puso en suspenso ese sueño. Tenía que ocuparme de las nenas que eran muy chiquitas. Ahí también me di cuenta de un montón de cosas, una de ellas que el dinero no te soluciona la vida. Yo tenía toda la plata del mundo a mi disposición porque me lo brindó un montón de gente conocida y no había nada por hacer para salvar la vida de mi pareja. El dinero te puede llevar a un montón de comodidades, un montón de cosas, pero lo más preciado que tenemos, que es la vida, no te la podés comprar. Cuando ella vivía, cada tanto nos escapábamos a distintos barrios de la ciudad, mirábamos un merendero, un comedor, íbamos a colaborar, pero también a interiorizarnos de cómo era el funcionamiento. Después de su muerte, con todas las complicaciones de criar a dos criaturitas solo, seguía buscando, mirando, recorriendo. Cuando ellas crecieron, volví a tener más tiempo. Buscaba en el Facebook y veía, por ejemplo, que cierto comedor necesitaba carne, entonces compraba, llevaba y miraba cómo trabajan, qué cocinaban, a quienes le daban de comer, la situación del barrio. Si veía algo raro o que no me gustaba, me iba a otro lado y así, porque he visto mucha gente solidaria que comparte por más que tenga nada y hay otra gente que se aprovecha y roba también. Hay de todo como en todas partes. He visto gente que tiene comedores y merenderos, que recibe mucha colaboración, y al lado pone un kiosco o un almacén y vende parte de las cosas que le donan.”
Después de años de buscar, Rafael encontró por fin el lugar donde sintió que podía ser necesario:
“Este lugar ya funcionaba, pero no tenía nada. Incluso tenía que pedir las ollas prestadas. Se las pedía a otro merendero y debían esperar que el primero terminara de trabajar para que les prestara los utensilios de cocina. Era – y lo sigue estando- atendido por una pareja del mismo barrio que tiene tres hijos. Personas muy humildes. Él iba a trabajar a la cosecha para sacar de su bolsillo para comprar carne y fideos y así hacían un guiso para repartir en el barrio. Yo no podía entenderlo porque siempre está la idea de que primero los hijos de uno y después los otros. Acá es, me dije. Este es el lugar y estas son las personas, Alex y Emi. Para darte una idea, Alex me contaba sobre su trabajo en la cosecha. Él se va a la fruta a las 6, 7 de la mañana y vuelve a las 8 de la noche si no se rompe el colectivo a la vuelta, sino puede llegar a las dos de la mañana como le ha pasado. Trabajando todo el día, si tiene suerte de que no llueva o algún otro imprevisto, gana entre 800 y 1000 pesos. Por ahí, si te rompés el lomo mal sacas unos pesos extras, pero al otro día no das más del cansancio y tenés que salir de nuevo a primera hora de la mañana. Hay mucha gente que lo hace, que tiene una disposición que te asombra. Gente que tiene una solidaridad con sus vecinos que te emociona, que no podés creer, totalmente desinteresada. Son lugares donde no llega la iglesia católica y el municipio llega, pero no tanto. La mayor solidaridad es de los propios vecinos del lugar, personas a las que no les sobran los recursos. Gente que tiene mucha empatía porque ve la situación del otro, porque la entiende o la sufrió.”
Ese lugar, en el corazón del barrio Sarmiento, funcionaba a pulmón y sin nombre alguno, sólo eran vecinos que se daban una mano para sobrellevar la mala situación que había empeorado con la llegada de la pandemia.
El merendero, tal como está ahora, empezó a trabajar en marzo de este año y se da merienda, de lunes a sábado, a chicos de entre 10 y 12 años. Al principio eran 30 chicos y ahora son más de 60. Llega a preparar ollas de más de 40 litros de leche, alterna días de tortas fritas y otros donde se sirven facturas de panadería y la metodología que usan por la pandemia es que los niños y niñas retiren la merienda y la lleven a sus hogares.
“Ya sabemos cuántos hermanos hay en cada familia y le damos la proporción para que puedan merendar todos. Yo me escapo del trabajo y me encargo de llevarles leche, azúcar, harina, sal para las tortas fritas, también les llevo facturas que nos dona una panadería. Antes de que me involucrara, me dijeron que no esperara la ayuda de nadie porque me podía llevar una sorpresa desagradable, que lo hiciera solo, que sacara bien las cuentas antes de meterme, que lo hiciera si lo podía bancar solo. Así que bueno, pensé cómo estaba mi economía, en cuánto iba a influir, de qué me iba a empezar a privar, todo ese tipo de cosas. Vi que sí, que me influía, pero no para impedirlo. Entonces empecé y les fui contando a mis conocidos, que me decían que sí, que me iban a ayudar. La no tan sorpresa fue que mi conocido tenía razón. Tampoco quiero que suene a reproche porque en esto me metí solo y porque lo quería hacer. Yo lo que quiero es que esto sea un contagio para otros, que vean que hay otra realidad y que si ellos no salen de ese lugar de privilegio, esto no va a cambiar. Un día un comerciante muy grande de Concordia -y con mucho dinero- me decía para qué me había metido ahí, que esa gente era el ancla que no nos dejaba progresar. Y bueno, si esa gente es el ancla de Concordia, vamos a ayudarla a levantarse, le dije. Y no me dijo nada más, se quedó callado. Un estadista norteamericano decía que no te preguntes qué puede hacer el país por vos sino que podés hacer vos por tu país. Esa es la idea que nos falta, qué podemos hacer por nuestro entorno.”
El merendero – que funciona en la entrada a una casita de madera muy humilde, pero de personas de enorme corazón- lleva el nombre de “Carinas”, en memoria de la fallecida madre de las hijas de Rafael y es tal vez una muestra de gratitud de parte de estos vecinos que una vez, sin esperarlo, lo vieron llegar sin otro interés que ayudar.
“El primer día que fui nos quedamos cortos y me dio una desesperación tal que le dije a un secretario mio que agarre mi auto y vaya a una panadería y traiga facturas. Había una chiquita ahí, que yo le digo ahora que es “la reina del merendero”, que no quería facturas quería tortafritas. Eran facturas de una panadería muy reconocida (Cacao y Vainilla), pero ella, como muchos chiquitos, no están acostumbrados a comer esas cosas”, recuerda.
Rafael cuenta cuál es el proyecto que tienen para cuando la pandemia pase: “Queremos que sea un lugar de contención para los chicos. Hay psicólogos, un musicoterapeuta y maestros que me ofrecieron ayuda. La idea, en un futuro, es que los chicos puedan ir a compartir otras cosas y ayudarlos a hacer las tareas de la escuela.”
“He visto cosas que me han impactado como las chicas de 12 ó 13 años embarazadas, que no van a la escuela, que no tienen la madurez para ser madres. He visto personas de menos de 60 años que ya son bisabuelos. Otro horror es el montón de chicos con problemas de nutrición. No hace falta ir al África para ver chicos hambrientos y mal nutridos, a veces están a diez o veinte cuadras nomás. También vi, escuché y comprobé que casi toda esa gente no quiere vivir de planes y de las ayudas sociales, quieren trabajo digno. Son personas que hace varios años que están así y no quieren más eso. Quieren progresar, quieren trabajar. La gente que dice lo contrario es porque no sabe o se lleva por el comentario. No quieren planes, pero tampoco quieren ir a trabajar doce horas por mil pesos por día.”