RELATO 1: CIUDAD DE FUEGO
Hay días en que lo cotidiano se quita el velo, en que se desnuda sin pudor como una mujer sedienta. Ocasiones en las que abrir la puerta, cubrirse del sol, saludar a un vecino o al policía de la esquina, entrar en la farmacia o comprar un agua mineral para hidratarse camino al trabajo, esos actos mecánicos, con los que la vida recomienza, se muestran extraños. En los que aquello que parece normal se trastoca. En los que la ciudad, como un loco enchalecado, desata su furia y se entrega dionisíaca al festival de sus instintos. Así sucedió ese día sobrecogedor y más alucinante aún porque se celebraba una milagrosa concepción, porque se trataba de una jornada de recogimiento.
El calor abrumaba y entorpecía cada paso, la densa atmósfera sin oxígeno, el cielo plomizo, las calles desiertas. Casi forzado, el sol llameante comenzó su retirada y, aun así, no llegaba ni el alivio ni el respiro. Cada uno buscó esa nimia distracción que nos separa por instantes del sentimiento trágico de la existencia. La misa de domingo, especial ese día, refrescarse en algún torrente contaminado de los que abundan, despuntar la pasión por el básquet o disfrutar de la fiesta que se dedica a la fruta que se extrae con manos pequeñas, de sufridos callos. Pocos dieron crédito a los rumores y murmuraciones del advenimiento del caos. Sin embargo, se trataría de una confusión precisamente planeada.
Ya había oscurecido cuando ese desgobierno planificado comenzó a ejecutarse. Cuando quedó al descubierto lo que yace al orden de la fuerza. Esa noche, Jesús que nunca había pensado en el destino, que siempre estuvo tan preocupado por sobrevivir y que no tuvo tiempo para esas disquisiciones, solo veía que había un desbarajuste ajeno a su realidad y a sus posibilidades, pensó en ir al hipermercado, donde parecía que cada uno podía llevarse lo que quisiera. Más aún cuando veía recortarse en medio de la polvareda, la quijotesca silueta de caballeros que trocaban lanzas por modernos LCD, montados en rocinantes de dos ruedas que bailaban ebrios.
Esa figura amenazante para los comerciantes que se parapetaban tras ardorosas barricadas, dispuestos a ejecutarlos con aquellas armas que hundían su cañón en las ingles y emergían en el cabo, debajo de la camisa.
Jesús soñaba con ese televisor gigante. Con imágenes tan vivaces y nítidas que lo trasladaban a ensoñaciones de gozar con ellas, del triunfo de la selección en el mundial que se avecinaba. Porque ni eso tuvo en su vida y quería tenerlo. Solo había tenido miradas de desprecio, aquellas que arrecian sobre los pibes de los barrios como él. Únicamente humillantes averiguaciones de antecedentes por portación de rostro. Derechos de admisión por portación de aspecto.
Su compañera adivinó sus intenciones y lo advirtió: “ni se te ocurra Jesús, te van a pegar un tiro. Además, mañana tenés que laburar”.
No era la primera vez. En otras ocasiones había pensado juntarse con los pibes del barrio que metían caño para tener las cosas que anhelaba. Y ahí de nuevo María, como su madre, detenía esos ímpetus juveniles. Por eso trabajó siempre. En el albor de su vida, sus largos y delicados dedos extraían esa pequeña fruta azul de la tierra maltrecha. A veces visitaba la Escuela. Los tirones de oreja le recordaban que había una autoridad. Allí la Directora, el capataz en la cosecha. Ni siquiera de muchacho imaginó que eran ilegales las condiciones en que desarrollaba ese trabajo, sin derechos. Que sufría una explotación laboral que, para él, era tan natural como el rojo líquido que chorreaba, cuando agujereaba esas naranjas que arrancaba. Tanto que ni le alcanzaba para comer o para tener su propia casilla.
Le hizo caso a María y se levantó temprano para ir al aserradero, donde trabajaba hacía un tiempo. El patrón los maltrataba y estaba un poco chiflado. Aun así, le pareció un colmo que los armara de palos para defender su negocio. Estaba más sacado que nunca. Los amenazó con descontarles la semana, incluso echarlos si se negaban. Gritaba descontrolado. Decía, entre furioso y exultante, que había que “matar a esos negros” que querían saquear su negocio. Conocía esos improperios porque caían cada tanto sobre sus espaldas. Eso sí sabía que, para el patrón, eran bestias que explotaba en su beneficio. Pensó en irse a su casa, pero se sintió acorralado. Atravesaron una ciudad en llamas y se atrincheraron en el comercio. Pequeñas motos pasaban como aviones disparando a quemarropa. El patrón respondía con su Itaka. El silbido de las balas, el rugir de motos y autos, las sirenas de ambulancia creaban una escena irreal de descolorida película del “far west”.
Un impacto de la Itaka destrozó la cabeza de un trabajador que, rápidamente, fue llevado en ambulancia.
Jesús sintió mucho miedo. El patrón se sentía perdido. Recordó la cobertura del seguro y roció el negocio con nafta. Como un embudo, las llamas infernales explotaron hacia el cielo.
Jesús fue fuego, carne quemada, dolor, silencio. El mundo se cubrió de cenizas, grises, livianas que la lluvia lavó con piedad. Limpió de rastros y de culpas esos hechos, como nuestra memoria se empeña en lavar, todos los años esas cenizas, con el agua del olvido.
RELATO 2: EN LA GUERRA
31 años después, Alcides se escuchaba gritar. Despertaba bruscamente, bañado en transpiración, con el corazón galopando su pecho y las lágrimas saltando por sus mejillas como desde un trampolín. No era sencillo abandonar esa escena en la que cuerpos destrozados y mutilados nadaban en oscuros océanos de sangre. Sabía que su esposa, que lo acariciaba maternalmente, sospechaba que aun despierto, perduraba el estruendo, el frío, el terror y la pólvora. Necesitaba un tiempo para que sus sentidos conectaran con aquella frágil y huidiza sensación que llamamos realidad. También sostenía la cabeza empapada en su pecho, habilitando un desahogo imposible para su mar de angustia. Desfilaba ahora en su conciencia el recuerdo terrorífico de la guerra. El desembarco, la euforia, las torturas, el hambre, el frío, la certeza de la muerte, los camiones blindados, la culpa, el olvido. Esa pesadilla, siempre igual, lo visitaba con frecuencia. No podía escapar de sí mismo. Aun así, había encaminado su vida. Volvió a trabajar y cada tanto, en abril, los vecinos se enteraban. Por eso se sorprendió cuando se vio a sí mismo, esa noche calurosa y húmeda vistiendo raudo su ropa de fajina. El uniforme raído, la boina tiesa y los borceguíes arruinados. Esa noche poblada de barricadas, armas y fuego, corridas y desesperación lo llevaron de nuevo a su trinchera. No reconoció vecinos ni miradas sorprendidas. Se entregó extenuado a los forcejeos de soldados que vestían de blanco. Un agudo pinchazo lo lanzó a la piadosa oscuridad de la noche, del sueño, del olvido.
(*) Relatos basados en el levantamiento policial durante diciembre de 2013 en Concordia, lo que derivó en saqueos a distintos comercios y un saldo de, al menos, tres muertos con relación a los hechos.
(*)Psicólogo MP243