Buenos Vecinos

Por Fósforito

Hoy sí que me parece me bandeé…

Al principio, pensaba abordar algún asunto urgente, importante, trascendental… Estamos en una realidad que lo requiere. Cruzados por la enfermedad, la lejanía, el no contacto con el otro, encapsulados. Yo solía saludar a mis amigos y amigas con un beso. Ahora es un resignado golpe de puños.

Además, la urgencia económica, las privaciones, el disgusto de vivir la vida con protocolos… La realidad requiere de un compromiso extra ahora. Nos pregunta si estamos a la altura de las circunstancias o nos comportaremos como niños testarudos y malcriados…

En eso andaba, pero el pequeño vecino se puso a jugar con una ametralladora de juguete. Saltaba de un lado a otro por todo el balcón del primer piso, inflando sus cachetes como un globo y resoplando un golpe de bombo que parecía querer ser la base de una marcha electrónica, acompañando a destiempo el ratatatá de las explosiones artificiales.

Estuvo bastante tiempo así, jugando e ignorando el frío de la noche que había caído hacía rato.

Y el pensamiento entonces viró para otro lado, para el de esos vecinos hinchapelotas que a uno lo hacen oscilar entre la tirria y la simpatía.  

Recordé los que hacían ranchada en la vereda y vivían la mayor parte del día afuera: desayuno, almuerzo, merienda y cena. Con la mesita desplegable, las banquetas y reposeras. Ocupando todo el espacio para circular y parte de la calle. Celebrando o peleándose como gatos.  

Los que estaban al tanto de la vida de los demás, para bien o para mal.  Los de mirada intrusa, inmiscuida e infernal. Los que suponían conocerle el muerto en el placard a todos.

El que no tenía paz con nadie, hacía problemas por casi todo y te agarraba de confidente al pasar, en el pasillo o en la vereda, para sacarle el cuero a otro de la misma manera que lo haría después con uno.

El que ocupaba el canasto de basura ajeno, que no sería nada si no fuera porque ponía la basura a cualquier hora y a merced de los perros callejeros.

El que se ponía a manguerear el auto en la calle, en días de semana, en pleno horario laboral, haciendo que los demás tuvieran que entrar a las casas y comercios aledaños pisando barro.

Ese que se pensaba que su música le gustaba a todo el vecindario.

La del piso de arriba, que se la oía caminar con tacos de un lado para otro de manera frenética e incesante, que parecía intentar conciliar el sueño por cansancio, mientras corría muebles y trapeaba el piso en las madrugadas.

El que siempre encontraba algo para hacer ruido a la siesta, ya sea martillar, taladrar o cortar el pasto.

Los que pasaban apurados a buscar los nenes para llevarlos al club y no bajaban a tocar timbre sino que empezaban con los bocinazos.

Los que quemaban pastos, yuyos y hasta papel higiénico usado, la misma mañana que habías tendido en el patio la ropa recién lavada.

El que sacaba a su mascota a la calle y hacía como que no veía cuando el animal depositaba en la vereda del vecino. Pareciendo que lo disfrutaba, sobre todo, si las heces coincidían con la huella del auto a la entrada del garaje.

Los que cada vez que salían de sus casas o se iban de viaje las alarmas sonaban sin descanso hasta el retorno.

El que dejaba el auto bajo la sombra de tú árbol. El que plantaste, el mismo que te rompía y ensuciaba la vereda que vos mantenías.

El que era hincha de otro equipo y salía al patio a gritar los goles a sabiendas que los medianeros iban escuchar.

Los que saludaban con cortesía, pero se metían adentro rápido, para evitar las charlas, y si podían no salir por el resto del día, mucho mejor.

Los que hacían como si no existías.

Soy un rezongón -lo admito- pero ya no me imagino vivir sin estos enfados y estas gracias cotidianas.

Qué pacífica pero aburrida sería la vida lejos de todo y en soledad.  Sin vecinos cerca, a quienes saludar amablemente o putear entre dientes.

En fin, estaba con frío y sin sueño, andaba cabrón y el pendejo de enfrente de fiesta con su ametralladora de juguete y sus cachetes explosivos.

Gracias a él pude bajarle el volumen un rato al mundo.

Pude recordar a viejos vecinos. Y con ellos, recordarme a mí mismo.

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