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Ayotzinapa espera en vilo a los suyos

Ayotzinapa es un internado donde jóvenes de familias pobres estudian para ser profesores en áreas rurales. Los padres de los chicos, sentados en la cancha de baloncesto con un altar en el medio, se resisten a creer que los cadáveres encontrados sean los suyos. “Los queremos vivos”, dice el padre de un alumno desaparecido, de 21 años, apodado Tlaxcalita. “Se los llevaron y nos los tienen que devolver. No me voy a ir de aquí sin mi hijo. Usted ya tiene su número de teléfono, cuando aparezca quede con él. Creo que se van a llevar muy bien”, cuenta el padre.

A unos metros de donde está sentado, un pastor evangélico agita una Biblia en esta escuela magisterial de tradición marxista, con Lenin, Marx y el Che Guevara presidiendo el mural del espacio deportivo. En el comedor, donde varios estudiantes comen frijoles y tortillas de maíz, suena una canción cuyo título se lee en una pantalla de televisión: Tiempos de revolución. El reverendo, rodeado de familiares, sentencia: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.

Poco antes del acto religioso, hasta la escuela llegó la noticia de que las autoridades habían hallado cuatro fosas más —sumadas a las seis de hace una semana—, con un número indeterminado de cadáveres calcinados. El fiscal general Jesús Murillo Karam dijo que las localizaron gracias a la confesión de cuatro detenidos. En total han sido arrestadas 34 personas relacionadas con la matanza, 26 de ellas policías municipales.

A la escuela han llegado como apoyo alumnos y alumnas de institutos rurales de otras partes de México. Se suman a los cientos de internos de Ayotzinapa y de familiares y amigos que están de guardia atentos a cualquier novedad, la mayoría tirando de esperanzas y otros con signos claros del miedo a lo peor. Los padres de Jorge Álvarez Nava, de 19 años, también desaparecido, contaban que quería ser doctor pero se tuvo que conformar con entrar en esta escuela gratuita de magisterio, que tocaba la guitarra, que desde pequeño tuvo sinusitis y no pudo trabajar en el campo. A medida que daban detalles, se conmocionaban. “La última vez que lo vi fue en agosto, cuando vine aquí a una reunión”, dice su padre, Epifanio Álvarez. “Nada más me vino un ratito a saludar. Lo abracé y le dije que me hablara para cualquier cosa que necesitase”.

En una explanada a la espalda de un edificio de habitaciones de los estudiantes, hay una treintena de vehículos aparcados. Los alumnos cuentan con un presupuesto muy bajo e infraestructuras limitadas. En un barracón para 50 estudiantes los baños tienen tres duchas y tres retretes, uno de ellos inservible. Para financiarse, se apropian de la carga de camiones de comida y bebida que pasan por las carreteras cercanas. Como muestra de fuerza en esta situación, se han hecho temporalmente —dicen— con camiones privados de pasajeros y tráilers de transporte de compañías multinacionales. “Están confiscados por los alumnos”. Un estudiante que vigila la mercancía señala: “Los devolveremos cuando nos traigan de vuelta a nuestros compañeros”. Ayotzinapa se aferra al milagro.

 

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