Apatía: ¿mal de época?

La política desde los más remotos tiempos ha sido particularmente atractiva para las integrantes de distintas civilizaciones por ser el instrumento viabilizador de las voluntades colectivas (o no tan plurales) hacia la realidad. Sin embargo esta era posmoderna ha evidenciado una ruptura en este sentido, ya que el grueso de la población no sólo tiene un supino desinterés por ella sino que además se jacta de ello. Podría decirse que es “políticamente correcto” no tener nada que ver con “política” (valga la paradoja) o, haciendo una traslación infanto-matemática, que las grandes masas asimilan que “política = caca”.

Pero bien sabido es que la política es inevitable, a tal punto que negarla también termina siendo una forma de ejercerla y esa es la forma en que tiende a practicarse en estos tiempos.
Así podemos ver que 225.864 entrerrianos se abstuvieron de sufragar en las pasadas elecciones legislativas y, si bien no estuvieron incluidos en los cómputos finales, redujeron el universo de votantes (613.841 sobre un padrón de 839.705) ampliando así las posibilidades de los “tradicionales partidos mayoritarios (?)”. No obstante, debería considerarse que estos apáticos entrerrianos que no acudieron a las urnas, sumados a los votos impugnados y en blanco, superaron en esos mismos comicios a los “mayoritarios” que terminaron accediendo a las bancas de las que ahora todos (incluso los abstemios) somos responsables.

En realidad, esta automarginación tanto del voto como del resto de las instancias de participación ciudadana ejerce en algunos de sus practicantes la sensación de menor “culpabilidad”, esa tranquilidad de tener un “yo no lo voté” o “yo no tuve nada que ver” en la manga ante cualquier queja de la tribuna. Esta errada interpretación del rol ciudadano (de mano de la tan repudiable idea de la “culpa” que le debemos a la Iglesia) es uno de los males mayores que afrontan las nuevas generaciones en la que, por supuesto, mucho han tenido que ver sus predecesores.
La auténtica “zoncera” no hace otra cosa que empujar a las masas a la alegre creencia de que nada puede hacerse para revertir el desquicio reinante y, por lo tanto, sólo es posible un camino individual en el que “el otro” sólo entra como herramienta para lograr mis metas o simple obstáculo a eludir o ignorar.

Así vamos mirando para otro lado y la cada vez más reducida “clase política” se relame tendiendo puentes entre los restos de partidos y subgrupos para seguir ostentando el poder.
Con tal de hacerlo “ellos” se desviven por parecer lo que no son: La economía descalza se pasea en chancletas por las asfaltadas calles de la CAFESG, todos son más kirchneristas ke Kirchner y más ecologistas que no se qué.
Sin embargo, su mayor logro no es engañarnos con estos espejismos sino perpetuar ese asco que nos producen y que automáticamente trasladamos a “la política” en vez de focalizar que nada más se trata de sus actores protagónicos. Pero debemos tener algo en claro, la responsabilidad no es de “ellos” –nadie puede culparlos por responder a su voracidad- sino del resto de la sociedad, los actores de reparto de la política que les regalamos el escenario y perdemos por abandono, los que dejamos día a día que ese vacío crezca amparados en una cobarde y falsa excusa: “yo no fui”.

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