Los lazos interhumanos se ”barbarizan” cuando se debilitan, se desdibujan. Cuando implican la cosificación del “otro”, la ausencia absoluta de la sensibilidad, de los sentimientos de empatía. Vemos ejemplos todo el tiempo, en todos lados de una época en la que las ferocidades, las violencias, los sadismos, se muestran al desnudo, desbocadas, en un mundo atravesado por el individualismo, la competencia y el consumo, que se exacerban y exaltan al límite de comprometer las sublimaciones básicas que ponen al hombre en el plano de la cultura.
Dos personas son filmadas matando a palos a un caballo en la zona sur. Escena de máxima crueldad que se transforma en espectáculo, que se “viraliza”. También produce indignación. Una cólera que mueve a los vecinos al intento de linchamiento, de incendiar la ranchada de los violentos. Violencia contra violencia.
La expresión máxima de la crueldad dice Ulloa, es “la encerrona trágica”, es decir, una situación de dos, sin apelación al tercero de la ley, en la que la vida de la víctima depende totalmente de su verdugo. Una situación de absoluto e inapelable desamparo. La policía, como un precario agente de la ley, finalmente evitó otra barbarie.
Para Ulloa, la crueldad se opone a la ternura que se constituye a partir de la función materna y(paterna). Aquella que baña de amor, que cubre de abrigo y alimento las necesidades del niño. La que promueve el “miramiento” y el buen trato, la que desarrolla su empatía identificándose a sus necesidades, reconociendo al mismo tiempo, su individualidad. Aquella que coarta el despliegue de los impulsos sádicos, introduciendo la ley interhumana y la dimensión ética. Para Silvia Bleichmar, esta última, la ética de la identificación con el semejante como tal, se desprende del imperativo categórico Kantiano que básicamente formula: “obra de un modo tal que no hagas al otro lo que no quieras que te hagan”. El amor, la ética y la ley son las condiciones esenciales del desarrollo de la ternura, de la empatía, de la solidaridad. La crueldad es su fracaso.
El niño pequeño puede tener la tendencia a maltratar a los animalitos. Con frecuencia esa conducta se deriva de la curiosidad, del deseo de conocer, como cuando destruye o arroja objetos. Otras veces, su persistencia denuncia el descuido del “Otro” en la transmisión de la ética, de la renuncia al goce sin límites, que es la condición básica de la construcción de la capacidad de sentir su sufrimiento. Del reconocimiento del otro como un semejante. Del señalamiento de que “aquello” siente. Que su conducta duele, daña.
La crueldad es el fracaso de la incorporación de la ternura, dice Ulloa. Pero no es solo un malogro subjetivo. La crueldad es un síntoma social. Depende de dispositivos socio-culturales que, no solo la alientan, la promueven.
Es revelación, testimonio, señal de una sociedad, de un momento particular de las relaciones comunitarias, en las que prevalece el egoísmo, el quiebre ético, la injusticia, la impunidad, la insolidaridad. El desprecio, el odio, la explotación.
Otra de las manifestaciones palpables de la crueldad es la indiferencia. Ayer murió otra persona en el basural. Todos los días vemos personas comiendo de la basura. Los ojos se van acostumbrando. Nos vamos desentendiendo. Nos anestesiamos y seguimos.
¿Yo? Argentino. Nos volvemos crueles. Nos habituamos a vivir en medio de la miseria. A convivir con ella. Deja de conmovernos el espectáculo de la desigualdad, de la injusticia, naturalizamos, banalizamos el sufrimiento como escena de lo cotidiano. Esa forma de crueldad nos deshumaniza, aunque, como dice Ulloa, no nos hace pasar, en la mayoría de los casos, de la queja a la protesta.