La revolución es un sueño eterno, novela publicada en 1987 por el escritor argentino Andrés Rivera (1928-2016), está inspirada y tiene como protagonista a Juan José Castelli, abogado y político de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que apoyó la Revolución de Mayo y que inició el proceso de independencia del Estado argentino, hasta entonces dependiente del Rey de España.
Por sus capacidades oratorias se lo conoce a Castelli como “el orador de la revolución”. Fue miembro de la Primera Junta, cuerpo colegiado que asumió el gobierno tras la revolución. En 1812 murió debido a un cáncer de lengua. Rivera se basa en estos datos históricos e imagina los textos escritos por Castelli en cuadernos privados durante sus últimos días, para elaborar su novela.
Juan José Castelli, en la pluma de Rivera, escribe desde su confinamiento. Reflexiona sobre la utopía de forjar un país libre y justo y se pregunta si es un sueño imposible o si alguna revolución podrá compensar la pena de los hombres. A través de los recuerdos, Castelli comparte su experiencia como revolucionario y la perseverancia necesaria para resistir y nunca confundir lo real con la verdad.
“Los turbulentos días de mayo de 1810 han quedado lejos. Tras ser uno de los representantes de la primera junta y el gran orador de la revolución, Juan José Castelli está confinado en su casa, derrotado como hombre político y consumido por una enfermedad que lo llevará a la muerte. Con las pocas fuerzas que le quedan, escribe ahora en un cuaderno de tapas rojas sus pensamientos y recuerdos. Ya no hay lugar para las acaloradas polémicas entre adversarios. Es que el invierno llega a las puertas de una ciudad que extermina la utopía, pero no su memoria. Y ese deseo malogrado de forjar entre todos un país libre y justo, se convertirá en la obsesión de sus últimos días.
¿Acaso hay alguna revolución que pueda compensar la pena de los hombres? ¿O se trata, simplemente, de un sueño imposible?
¿Cuándo escribe uno al amigo? Cuando las palabras que escribe no delatan su sufrimiento y su orgullo, cuando ni los blancos de la escritura traducen su sufrimiento y su orgullo. Hasta ahí el código que identifica, dicen, a los escritores perdurables. Pretendo no transgredirlo. Sin embargo, prefiero que no me considere miembro de esa raza de desatinados. Te escribo, entonces, desarmado, y me acojo al sueño eterno de la revolución para resistir a los que no resisten en mí. Te escribo, y el sueño eterno de la revolución sostiene mi pluma, pero no le permito que se deslice al papel y sea en el papel una invectiva pomposa, una interpelación pedante o, para complacer a los flojos, un estertor nostálgico. Te escribo para que no confundas lo real con la verdad.
Ángela llamó al Dr. Cufré. El Dr. Cufré me revisó. Me palpó el cuerpo. Y yo, cerré los ojos y odié eso, que me palpara el cuerpo. Y el odio me fue útil, se anticipó al previsible diagnóstico, y estaba allí, cuando el previsible diagnóstico llegó y yo sonreí. Me palpó el cuerpo, te digo. Me obligó a abrir y cerrar los ojos, puso su oído en mi pecho y espalda, y me recetó más indigencias de las que podría consignar en estas líneas urgentes.
Harto, desasido de mis penurias, me dediqué a observarlo, observar a los otros, distanciado de los otros, de ahí el remedio puntual para olvidar las injurias del cuerpo. Conocí a Cufré en el norte. Alto, pesado, impasible, en las horas de desastre. Suturaba heridas, cortaba piernas, velaba moribundos. Trabajó con esa aterradora eficacia que le vi desplegar en las efímeras horas del triunfo. Quizá con un mayor ensimismamiento, con una precisión que imponía silencio a los quejosos y algo de pudor a los pusilánimes. Ese hombre obstinado se mostró impasible ante el desastre, como si del otro lado del campamento el enemigo no engrasase las sogas que ajustarían a nuestros cuellos, como si no llegase al campamento el tufo de la borrachera del enemigo, los suplicios que el tufo de la borrachera del enemigo nos prometía, como si no estuviese rodeado en la hora desesperada del desastre de pusilánimes, de quejosos, de súbitos caballeros que, subrepticiamente, olían el cambio de viento y se avenían a conciliar con el enemigo y a curar de sus vaticinios infalibles y de la infalibilidad de la revolución que exaltaron en las horas efímeras y tempestuosas y frágiles del triunfo.
Contemplé su cara otra vez cuando los pusilánimes anunciaron que me llevarían a juicio a mí, a mí, engendro perverso de una revolución por cuyo mandato escribí a indios y esclavos que somos iguales, somos hermanos, y que testimoniarían contra mí los que concilian con el enemigo y abjuran despiertos o dormidos desde que se consumió la hora efímera y tempestuosa y frágil de la revolución, de los horrores de la revolución, como si la revolución los hubiese defraudado, como si en alguna sagrada escritura se les hubiese asegurado que la revolución es un tratado de urbanidad, como si los que abjuran ignorasen que las buenas maneras no coexisten con la revolución bajo un mismo cielo, si hay un mismo cielo para las buenas maneras y la revolución. No leí nada en su cara, te digo. Preparó su flaca valija y marchó a Buenos Aires… (…)
En el tribunal se levantó pesado, impávido, la cara en la que nada se leía, los ojos fríos que miraban algo que no estaba en el tribunal y su voz fría dejó caer unas pocas y frías y simples palabras: Exijo que se me acuse de aquello que se acusa al doctor Castelli y se sentó pesado, impávido, los ojos fríos que miraban algo que no estaba en el tribunal y sus pocas palabras, frías y simples, quedaron ahí, sobre nosotros, suspendidas en el aire rancio del tribunal y ahí, sobre nosotros, suspendidas en el aire rancio del tribunal, empezaron a ser otras, a hablar acaso de un hombre y de la incorruptibilidad de un hombre, del valor y de la incorruptibilidad de un hombre que no se somete a los dictámenes de la realidad, ese es el hombre a quien me permití observar y que me permitió olvidar las injurias del cuerpo. Cufré, ¿te lo dije o no? pronuncia una palabra por hora. Me tapizó la boca con no sé qué menjunje del diablo, limpió sus herramientas, lavó sus manos y alto, pesado, impávido, me dijo: Hizo lo que no debía.
Le escuché y sonreí. Hacía mucho tiempo que yo no sonreía.
Me veo en alguna de las desveladas noches en que recupero al orador de la Revolución, al representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú, montando a caballo y largándome sin rumbo. El sol en la cara, ocurre en la mañana, ¿te lo dije ya? Y el río yace tenso, inmóvil y violáceo contra el horizonte. Cansado y joven, hundo la mano en el bolsillo de la chaqueta y alzo la pistola, lustrosa, aceitada, a la altura de mi corazón. Toco ahora ese bulto duro, lustroso y aceitado, que reposa en el bolsillo de la chaqueta que visto, junto a papeles arrugados, en los que todavía se lee, soy Castelli y papel pluma tinta. Veo, cuando alzo la pistola, lustrosa, aceitada, a la altura del corazón, el río inmóvil y tenso y violáceo contra el horizonte y el sol, quizá al este del horizonte y a Moreno, pequeño y enjuto, de pie sobre el piso de ladrillos de su despacho en el Cabildo, la cara alunar opaca que no fosforece bajo el alto techo encalado que me dice con esa como exhaustiva suavidad que destilaba su lengua e impregnaba lo que su lengua nos repetiría: “Vaya y acabe con Liniers. Escuche, Castelli, a Maquiavelo. Quien quiera fundar una república en un país donde existen muchos nobles, solo podrá hacerlo después de exterminarlos a todos. Extermine a Liniers y a los que se alzaron con Liniers, extermínelos Castelli. (…) si vencemos, se hablará por boca de amigos y enemigos todo el tiempo que exista el hombre sobre la tierra, de nuestra audacia o de nuestra inhumana astucia. Si nos derrotan, que importa lo que se diga de nosotros, no estaremos aquí, Castelli, para escucharlos, Ni ningún otro lado que no sea a dos metros debajo de donde crece el pastito de Dios”.
Sin precipitarme, la luz del sol y de la mañana en mi cara, aprieto el gatillo. El caballo tal vez se sobresalte por la detonación. No demasiado, viene de la guerra. Pero luego, cuando se serene, paseará un cuerpo, caliente aún, que ya no pertenece a nadie por la ciudad que ese cuerpo amó. En esas desveladas noches de las que te hablo, pienso también en el intransferible y perpetuo aprendizaje de los revolucionarios. Perder, resistir, perder, resistir y resistir y no confundir lo real con la verdad”[2].
La historia nos cuenta que Juan José Castelli, el orador de la Revolución, según la partida de defunción emitida por la parroquia de la Merced, en la noche del 11 de octubre de 1812, recibió todos los sacramentos. En sus últimos momentos, pidió papel y lápiz y escribió: “Si ves al futuro, dile que no venga”. Así, el gran “el orador”, murió de cáncer de lengua en las primeras horas del 12 de octubre, el “día de la raza”, una ironía del destino[3].
[1] Frase atribuida a Sócrates
[2] Andrés Rivera Cuaderno 2. La revolución es un sueño eterno.
[3] Fuente: www.elhistoriador.com.ar
Tekoá. Cooperativa de Trabajo para la Educación Ltda.