La envidia el resentimiento por la suposición del goce del otro. Ningunean porque las uvas están cada vez más verdes. Salvando el heroísmo de la selección del 86 y el 90 con Diego, el romanticismo de Bielsa y la estoica disciplina de Sabella, no recuerdo un placer tan pleno al mirar fútbol. Porque como dice el padre de la psicología social: “observando un partido de fútbol, es posible lograr una fugaz vivencia estética a través de un sentimiento de armonía y precisión del juego que aparece siempre después de momentos de desorganización y ruptura. El futbol se convierte en ballet” (1).
No se me escapa, claro, que ese universo maravilloso y extraordinario llamado fútbol, es mucho más que un deporte, que está atravesado por dimensiones políticas, económicas, sociales, psicológicas, pero claro, también artísticas .Esa honda, masiva y apasionada identificación a la camiseta, al emblema , al símbolo que crea y desarrolla en el hincha que se siente parte, esa ilusoria sensación de unidad e identidad por la cual “se es” de la selección más allá de toda grieta histórica, esa alienación por la que deposita todas sus frustraciones y desplaza sus esperanzas de gratificación en el posible triunfo de “su” equipo, ha sido aprovechada políticamente, por todos los gobernantes, pero sobre todo por los fascismos. Lo utilizó Mussolini. Lo hizo Videla y los genocidas. Lo vivimos vergonzantes, penosamente cuando supimos que los gritos del estadio se cruzaban con los de los campos de concentración durante el mundial 78.
Tampoco es secreta la dimensión económica del mundo futbolístico en la que el jugador es el obrero rico más pobre de un negocio que echa pus de corrupción por todos lados. Sigue siendo explotado. Sigue aportando una fuerza de trabajo que se usa y se tira. Sigue siendo un alienado, un objeto, un instrumento. Que debe exponer su salud y su vida, con pandemia y sin pandemia, a un show que debe continuar. Sigue siendo el artista del balón, un Arístides Garibaldi, el personaje transformado en objeto de colección por Lupus en la maravillosa obra “El centrofoward murió al amanecer». Compone también novelas dramáticas, historias a la altura de las tragedias clásicas, intimas, célebres. Como la de Moacir Barbosa Nascimento, el arquero brasileño que murió dos veces. Es el que (no) atajó los goles Uruguayos en el Maracanazo. El de la anécdota terrible: la del niño que preguntó quién era, mientras lo cruzaba en la calle. La madre le dijo “no lo mires, ese hombre está muerto”. O la actual de Messi que parece salido del texto freudiano “Los que fracasan al triunfar”, en cuanto solo deja de repetir el fracaso con la muerte del Padre.
Todo ese mundo deslumbrante, seductor, hechizante es el territorio del fútbol. Aquel que trasciende la absurda idea de que se trata de 22 tipos corriendo detrás de una pelota. Que encuentra belleza hasta en ese objeto de la disputa. La pelota dice el maestro “adquiere una carácter fascinante ligado a la perfección de su recorrido y a la incertidumbre de su caída, en contraste con la euforia producida por su ascenso…ella sitúa a los jugadores, los agrupa y los dispersa, es el motivo que tiene como objeto ubicarla dentro del arco contrario. La pelota se convierte en algo a la vez deseado y temido, cuya posesión es un privilegio y su pérdida un imperdonable fracaso. Si el fútbol es una forma de la comunicación, la pelota es el contenido de un mensaje. Es el líder que moviliza a 22 jugadores sobre una cancha y atrae durante más de una hora las miradas y los pensamientos de miles de espectadores. No es casual el liderazgo de la pelota. Su forma esférica la vincula con uno de los más antiguos símbolos que maneja la humanidad: la esfera que significa la forma perfecta, la conciencia el uno y el todo, es la imagen del infinito…” (2).
Amén del disfrute del arte del fútbol como espectadores, muchos lo jugamos. Como protagonistas del juego adquiere un sentido recreativo, catártico, lúdico excepcional. En ese fantástico “como sí” nos trasladamos a fabulosos escenarios en los que vivimos una fantasía en el despliegue imaginario de habilidad y creatividad. Ese escenario nos transporta a otro universo y nos borra por un tiempo las tensiones del aciago mundo de lo cotidiano. Y como es un juego de equipo, desarrolla intensos sentimientos de camaradería, de amistad. Y tal vez esa dimensión es la que produce nuestra profunda identificación con la selección de Scaloni. Logramos observar allí que esos jugadores que otrora no encontraban un estilo de juego y no obtenían resultados, tampoco desarrollaban entre sí, entonces, relaciones afectivas. La amistad y la alegría de jugar juntos que expresan estos extraordinarios futbolistas parecen la clave de la potenciación de sus innegables condiciones técnicas. Es lo que logran comunicar al hincha, la solidaridad, la lealtad, la abnegación y el amor que son propios de los amigos, como receta del éxito, de la alegría y gratificación que transmiten.
Como bien lo dice el negro Dolina: “uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos que la victoria con extraños o indeseables” (3).
No otra cosa es la “Scaloneta”, esa barca que no conduce necesariamente al éxito, pero seguro que sí al orgullo y la felicidad que brinda esa experiencia filosófica y estética que es el fútbol. En estas épocas de tristezas, sufrimientos y amarguras, no es desdeñable.
(*) Psicólogo. MP243
(1)“Fútbol y filosofía” E. Pichon-Rivière en “Psicología de la vida cotidiana”
(2) “La pelota” E. Pichon-Rivière en “Psicología de la vida cotidiana”
(3)“Instrucciones para elegir en un picado” Alejandro Dolina en “Crónicas de un ángel gris”