A CONTRAMANO

(Foto: Gentileza de Sebastián Pittavino)

Las calles no son solo espacios por los que transitamos cotidianamente. Las calles son además objetos de nominación, y al nombrarse entran en otro orden, distinto que el espacial, arquitectónico o urbanístico, se introducen en un orden simbólico, en un universo de sentido. Y en tanto espacio público, esos símbolos en los que se convierten, nos atañen a todos, más allá de las actitudes indiferentes, descuidadas  o reflexivas que adoptemos  al andarlas, circularlas, cruzarlas de una manera más o menos desordenada.

Precisamente, estas últimas semanas, el ejercicio de nombrar las arterias de nuestra ciudad, práctica estrictamente política, ha sido un terreno que ha concitado la atención pública, ya sea por la emotiva  reivindicación de personas que representan valores profundos en la historia de nuestra ciudad, como así también  en las discusiones  más o menos ramplones sobre personajes históricos, de una estatura que hubieran parecido incuestionables, si los debates no estuvieran atravesados por filtros ideológicos que deforman la verdad.

El emotivo reconocimiento del Padre Servín  al recibir el nombre de la calle que fatigó  su vida de amor y entrega por los pobres y por las causas justas  en el primer caso y, en el segundo,  la insólita discusión desatada en el Concejo Deliberante, a raíz del cuestionamiento de una edil, de que una calle, e incluso una escuela, llevara el nombre de Che Guevara. Este último caso pone en evidencia que el acto de nombrar las calles, está lejos del ejercicio administrativo y adquiere un hondo significado político, simbólico, histórico.

Que la nominación no solo desea reconocer el prestigio del nominado y los valores que porta, sino también los efectos significantes de su inscripción histórica en el devenir compartido. Que en esas prácticas hay toda una viva contienda ideológica, que las calles (y todos los objetos y espacios públicos) hablan y escriben sobre las luchas que se han desarrollado en nuestra historia…

De eso versará esta nota.  

En efecto, si el nombramiento de las calles  continúa siendo el motivo de acaloradas discusiones y debates, es  porque los sentidos y las tramas del pasado a los que remite siguen latiendo agónica y violentamente en nuestro presente y aún más, presagiando y abriendo avenidas al porvenir. Es decir, la historia se escribe, también, en las calles. La historia, no como sucesión de acontecimientos congelados en el pasado, sino como política del pasado que encuentra como contrapartida a la política como “historia del presente”, tal las precisas  definiciones de Norberto  Galasso.

Si siguen concitando peloteras es porque estos hechos y personajes que las calles nombran,  está lejos de constituir acontecimientos congelados de una memoria muerta, por el contrario, la que  retorna en estos debates, es la que hace a una memoria viva de donde nace nuestra identidad colectiva.

La verdad histórica por la que se batalla no es precisamente concebida como adecuación de los acontecimientos a sus representaciones, a su narración supuestamente objetiva,  sino como efecto de una lucha, como la definía Foucault. La lucha, dice, por la imposición de la verdad. Es decir, la historia como disputa en las que se juegan relaciones de Poder. El Poder ha impuesto su versión de la historia como verdad. Si la historia la escriben los que ganan, quiere decir que hay otra historia. La de los derrotados, pero no vencidos.

En esa batalla cultural, simbólica, que se juega en la significación de los espacios públicos y al  rescate de los derrotados, de los perdedores de la historia que fueron enterrados, censurados, ocultados por la “Historia del Poder”, dedicó gran parte de su vida Osvaldo Bayer. Y libró esa batalla cultural en el campo de los símbolos que descubrían mentiras, oprobios, injusticias, opresiones, imposiciones, masacres y genocidios. Osvaldo fue el general de estas batallas por desocultar, a través de sus  luchas por el nombre de plazas, monumentos, calles, billetes, la verdad de los “perdedores”. Existe una multiplicidad de ejemplos, pero emociona mencionar un acto de una inmensa ternura y firmeza, en el que propuso renombrar en el  año 63 a la localidad de  “Coronel Rauch”,  como “Arbolito”. Lo hizo mientras  daba una charla en esa misma ciudad de la provincia de Buenos Aires, cuando explicaba quien fue  Rauch: un militar alemán contratado por el infame Rivadavia para el exterminio de los Ranqueles, quien informó  que gracias a la práctica de los degüellos había ahorrado balas en la matanza de indios, de  quienes confirmaba la necesidad de su aniquilación, al carecer éstos, del “natural sentido de la propiedad”. “Arbolito” fue un Ranquel que se camuflaba como tal en la guerra (de allí su nombre) y que terminó ajusticiando a Rauch, reivindicando el derecho de los pueblos originarios a resistir el avance de la “civilización”. Al volver a Buenos Aires, luego de su malograda propuesta, Bayer fue recibido con una orden de arresto y detenido en  la cárcel de mujeres (para denigrarlo), por el ministro del interior, a la postre bisnieto de Rauch (la suerte juega también en estos combates). En relación a Bayer y sus denodados combates por desenterrar y desocultar la verdad de los “perdedores”.

Muchos  Concordienses fuimos afortunados testigos de sus batallas simbólicas, cuando, dando pasitos que parecían frágiles, pero que denotaban toda la firmeza de un guerrero, nos liberó de la vergüenza de nombrar como Julio Argentino Roca a la maravillosa Avenida de la costanera y  reemplazarla por el hermoso nombre  de “Avenida de los pueblos originarios”. Y estas contiendas, estas batallas simbólicas por recuperar a través de los espacios públicos la verdad histórica, nuestra memoria e identidad,  se replican, al modo de Bayer, pero con luchadores colectivos,  en todo el país.

Un ejemplo cercano en el tiempo y en la distancia es el de nuestra vecina ciudad de Federal. La controversia  tuvo su foco en la calle principal. Lleva el nombre de General Donovan.  Este fue un genocida que participó activamente a favor del centralismo unitario porteño en la Guerra contra el Paraguay, la guerra de la triple infamia, (Brasil, Argentina y Uruguay en función de los mandatos de Inglaterra), emprendida contra la tierra de Solano López, que se irguió digna en su proyecto industrializador e independiente, contra los intereses del Imperio Inglés y sus aliados en las oligarquías locales, que ya habían definido su rol dependiente y semicolonial en el concierto de la división internacional del trabajo, delineando el proyecto de  una rica nación  para pocos y condiciones miserables  para el pueblo .

Ese modelo necesitaba también robarles la tierra a los pueblos originarios, exterminándolos y repartiendo en la aristocracia terrateniente  el  producto de la expoliación. En ambas masacres, en los dos vergonzosos  genocidios, participó Donovan haciéndose acreedor por esa canalla de llevar, irónicamente, el nombre de la calle central de “Federal”. Varias iniciativas populares propusieron  su reemplazo por “López Jordán”, uno de los caudillos federales que luchó contra los traidores, por la libertad, la independencia, por la justicia y los intereses del pueblo y por  el proyecto de la “patria grande”. Por una resolución poco feliz de esas luchas, nuestros vecinos siguen recorriendo aún, en su avenida principal, el nombre de la infamia  y López Jordán espera en la conciencia justa de los ciudadanos, reparar un nuevo agravio.

La  historia como política del pasado  y la política como historia del presente, se escribe también en otros objetos y espacios públicos como billetes, plazas, monumentos y murales. Espacios de escritura, de significación y re-significación de la verdad histórica. Murales estallados de memorias vivas, de historias constitutivas de nuestra identidad. Uno de ellos el inmenso  mural “Secuestro”, realizado por el genial artista plástico Nicolás Pasarella, en calles  Salta y Damián P Garat, es un ejemplo logrado del triunfo de una batalla por la memoria, la verdad y la justicia. La pared grita el secuestro sufrido por Julio Solaga, su cuerpo sustraído y borrado  por el terror se agiganta en la imagen que replica el horroroso hecho,  denunciando que la represión, la tortura, la desaparición de personas por patotas policiales y militares, seres oscuros de la Dictadura cívico militar genocida, se produjo delante nuestro, en nuestros ojos, y  develando  que el Plan Cóndor ideado por el Imperio para Latinoamérica, no es abstracto ni lejano, no se encuentra en la teoría ni en los libros, que estuvo y está en nuestras calles, que lo  padecieron nuestros vecinos, nuestros hermanos, hijos, padres, ante la mirada indiferente de una sociedad aterida por el miedo, que son ladrillos que gritan “memoria verdad y justicia” como cimiento de la construcción de una conciencia crítica de nuestro pasado, pero también, de nuestro presente. Así como esta obra extraordinaria de Nicolás Pasarella, como triunfo del arte sobre la muerte, de la vida sobre la destrucción.

Existe también en nuestra ciudad muros que, de manera vergonzante, han sido manchados  con censuras y silencios, como aquellos recientemente “blanqueados” en la Escuela “Normal”. Operación inconsulta y autoritaria que nos sorprendió un día, de repente, sin que nadie se hiciera responsable, sin informaciones ni comunicaciones institucionales. El hecho fue que las  autoridades de la Escuela, decidieron borrar con pintura blanca las artísticas y conmovedoras imágenes e inscripciones que estaban impresas sobre su muro perimetral. Esa maravillosa obra había sido resultado de una construcción colectiva de la comunidad educativa, organismos de derechos humanos y organizaciones sociales y contenían el vivo recuerdo de las personas desaparecidas por la Dictadura Cívico-militar, incluyendo a Santiago Maldonado. Eran murales logrados en la expresión de esos hechos que nunca más debemos tolerar. Sin embargo, fueron borradas en un exceso de la pedagogía de la desmemoria, borradas  como una metáfora brutal de las desapariciones. Ya sabrán el retorno de la conciencia, de la memoria, ya sabrán que la censura, que la pretensión de imponer el silencio, no resiste a la verdad, que es impotente frente a la justicia.

Parecen silenciosas estas formas de escribir los recuerdos vivos de nuestra identidad. Tal  vez escuchamos el ruido de los autos y los transeúntes, pero la historia grita, vive y lucha en nuestras calles, se revela en sus nombres, se rebela en sus muros, en sus plazas y sus monumentos, en los que conviven, como símbolos, los héroes que nos representan con aquellos que han simbolizado proyectos antipopulares y antipatrióticos. Las calles, las plazas, los muros y los monumentos, parecen imágenes aquiescentes y silenciosas, pero si las miramos con atención, si le preguntamos sus orígenes e intenciones, hablarán seguro de nosotros, de nuestra historia, de nuestra identidad y sobre todo de nuestro futuro, de nuestro   proyecto de libertad, justicia e igualdad, que aún pugna por nacer. Ese largo camino que han recorrido  junto al pueblo,  Moreno, Belgrano, San Martín, Artigas, López Jordán, Eva Perón, el Che Guevara, Rodolfo Walsh y las Madres de Plaza de Payo, entre muchos otros.

Es la misma larga calle que caminó sin descanso, entregando su vida por los pobres y olvidados, nuestro amado Padre Andrés.

De los que han negado, entregado y traicionado nuestra patria, que también nombran demasiadas calles, nos separa una ancha avenida.

 

(Gracias Profesores Néstor Luna, Profesor Juan Menoni y Sebastián Pittavino por ayudarme con las consultas).

 

Breve anexo:

El “Che” no es violencia, es poesía. No es otra la razón por la que miles de artistas de todo el mundo le  hayan dedicado los más bellos homenajes, hecho poesías, canciones, fotografías, que le ha inspirado su heroísmo y compromiso revolucionario. Nadie que no sea poesía puede inspirar tantos artistas. El Che ha sido revolución, indignación frente a las injusticias de América y del Mundo, por eso ha flameado en todas las banderas, donde la liberación de los pueblos ha encontrado su hora. Hoy en Colombia, Chile, Perú y toda Latinoamérica, cuando la rebeldía estalla en sus calles. Por eso el Che es siempre de los jóvenes. Por eso lo odian los  espiritualmente “viejos”, los mezquinos, los que no se enteran del dolor del pueblo. Para el Che la revolución es amor y la lucha, no violencia como objetivo personal, sino  (como en todos los grandes revolucionarios de América) el único medio de liberar al pueblo de la opresión del tirano.  

 

(*) Psicólogo (M.P. 243). Escritor.

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