Queridos hermanos Una vez más el año litúrgico de la Iglesia nos permite celebrar la Pascua del Señor. No es una fiesta más, es el anuncio de la victoria de Cristo Jesús, que inaugura una nueva Creación, que congrega la humanidad redimida. Pascua es el triunfo del Salvador que recibimos en la fe, se nos comunica en los sacramentos, se vive en la comunidad eclesial, anima nuestra esperanza y nos libera para amar. La Pascua, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es el paso de Dios liberando a su Pueblo. Su conmemoración cultual cada año ha tenido y tiene la significación de anunciar, celebrar y ofrecer al creyente un nuevo “paso a la libertad”. Para los hebreos la memoria de la antigua Pascua era evocación de la liberación de la esclavitud del faraón, creando un pueblo libre, en marcha hacia la tierra que Dios mismo le prometía. La conmemoración tenía la fuerza de hacer actual la libertad ofrecida por Dios. Aquello era figura de la nueva Pascua, la de Jesús, que con su muerte y resurrección nos redime de una esclavitud más dolorosa, la del pecado, para vivir la libertad de los hijos de Dios y conducirnos como nuevo Pueblo peregrino a su Reino glorioso. ¡Jesús ha resucitado! En Él hemos sido liberados de las ataduras del mal. Su resurrección es el triunfo de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado, de la libertad sobre la esclavitud, de la luz sobre las tinieblas. Pascua es fiesta de liberación. Pero, ¿qué significación tiene esto para el hombre de hoy? Ser libres es una máxima y permanente aspiración de cada corazón humano. Buscamos apasionadamente la libertad, pero, ¿dónde imaginamos encontrarla? Vemos que muchos quieren sentirse libres no estando sujetos a una autoridad, a instituciones, tradiciones o normas. El que acepta la sumisión o la compasión es un hombre débil, piensan algunos, exaltando la voluntad de actuar sin límites. Una situación cultural muy difundida es el subjetivismo, es decir, la consideración de que cada uno es la medida de su verdad y de su obrar. El propio goce, los intereses particulares, la eficacia y la utilidad de la acción son, en tal caso, los criterios del obrar individual, libre, sin connotaciones morales. Otros sueñan con una ilusoria libertad gracias al “poder” que da el dinero: “con dinero puedo hacer todo lo que quiero”. O imaginan la “fama” como fuente de libertad: a los famosos, convertidos en “ídolos” por la publicidad, todo les es tolerado y hasta aplaudido, aún aquello que se censura en los demás. Cuando este tipo libertad, que se orienta a satisfacer los propios intereses y ambiciones y se despreocupa del bien colectivo, se mete en el campo económico, aparece el llamado liberalismo. Éste considera el lucro como motor esencial del progreso económico; la competencia, como ley suprema de la economía; la propiedad privada como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales correspondientes. El resultado del liberalismo sin freno lo conocemos. Siempre son pocos lo que se benefician, ya sean personas o grupos, sectores o países, y son muchos los que solo pueden soñar con los privilegios de la libertad económica desde el otro extremo de una brecha social que se agranda. No es extraño que se desprecien los deberes sociales, que se olvide el cuidado de la “casa” de todos, que es medio ambiente, a causa del aprovechamiento voraz de sus recursos. La solidaridad hacia los demás y la responsabilidad hacia las generaciones futuras son palabras extrañas. Estas formas de libertad contienen en sí mismas el “virus” de la destrucción humana. El servicio a los demás no puede armonizarse con el egoísmo que estas libertades conllevan. Una sociedad que se construye desde ellas es necesariamente conflictiva y genera las más profundas desigualdades. Sin embargo, aún quienes piensan y actúan así saben que hay que vivir en sociedad, y que ésta no debe convertirse en una selva. Se intenta, entonces, “construir” la convivencia, y se procura lograrlo a base de “consensos” de comportamientos (que en el fondo solo intentan el no molestarse mutuamente). Pero los consensos carecen de fundamento permanente, se violan sin escrúpulos, son diferentes para cada categoría humana de pertenencia con “códigos” diversos, y se cambian con facilidad. El interior de las personas también se torna conflictivo. No se tiene ni el dinero, ni el poder, ni la fama, ni las ilusiones que estos alcanzan, y las constantes insatisfacciones generan angustias y depresiones. El sufrimiento tampoco se armoniza con este ideal de libertad, pero fatalmente el dolor aparece en la vida. Frecuentemente este tipo de persona que se siente “libre” termina en el aislamiento, en el rechazo a los demás porque no giran alrededor de “su” vida. ¿Estas constataciones nos deben llevar al pesimismo? Quizás ésta sea la conclusión de un agnóstico librepensador. Pero la mirada del cristiano nace de la fe y anima la esperanza. ¿Y qué nos dice Jesús? En cierta ocasión, a un grupo de aquellos que habían creído en Él, Jesús propone dos condiciones para la libertad (ver Jn 8,31-42): La primera, dejarse guiar por Él, es decir, la fidelidad de discípulos. “Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos; conocerán la verdad y la verdad los hará libres”. La segunda, dejarse liberar por Él. “Les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado”, nos enseña, pero agrega: “Si el Hijo los libera, ustedes serán realmente libres”. La elección de la autonomía moral, o de la desobediencia a Dios, o de las solas apetencias del “yo” egoísta, o del vivir sin límites, es un abuso de la libertad que, paradójicamente, conduce a la esclavitud interior y al conflicto exterior. Como a aquellos interlocutores de su tiempo, hoy Cristo vuelve a ofrecernos la liberación interior, y desde allí conducirnos a la íntima unión con Dios y a la unidad del género humano. Jesús no forzó jamás a nadie. Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. También para nosotros la verdad y la libertad son un ofrecimiento, que requiere como respuesta la fe del discípulo y la conversión del corazón. La Cruz de Jesús es la máxima expresión de la libertad humana. “Nadie me quita la vida, sino que la doy por mí mismo” (Jn 10,18), dice Jesús. La suya es la libertad del amor. Y este amor es fidelidad a la voluntad del Padre hecha entrega en favor de los pecadores. Con su amor Jesús, exaltado en la cruz, atrae a todos hacia Él. La Resurrección de Jesús es fuente del don de aquella libertad también para nosotros. Los apóstoles, testigos de la Pascua, no se preocuparon en su predicación de contarnos los detalles históricos de la resurrección de Jesús. Hay en ella algo que supera lo que el hombre puede conocer. La predicación de los apóstoles es anuncio del Señor vivo y presente en su Iglesia. Nos dicen que también nosotros podemos creer, como ellos han creído, y recibir, por el Bautismo, una participación en la resurrección y en los sentimientos de Cristo. El Apóstol Pedro testimonia que Cristo resucitado perdona los pecados a quienes creen en Él: “constituido por Dios Juez de vivos y muertos… los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su Nombre” (He 10,42-43). El Apóstol Pablo nos enseña que hemos resucitado con Cristo a una vida nueva. El Bautismo es ya nuestra resurrección. “Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1). En otra ocasión escribe: “Esta es la libertad que nos ha dado Cristo. Manténganse firmes para no caer de nuevo bajo el yugo de la esclavitud” (Gal 5,1) ¡Una vida nueva en Cristo! El Espíritu Santo, que es el primer don del Señor resucitado, infunde en nosotros el amor de Dios, libera nuestro corazón de las ataduras que le impiden amar en plenitud, empuja nuestra libertad para buscar a Dios y servir a los hermanos, y le hace encontrar allí el gozo que el mundo no puede dar. Por eso proclamamos llenos de alegría en el Pregón pascual de la noche santa: “Esta es la noche que a todos los que creen en Cristo esparcidos por el mundo entero, liberados de los vicios y de las tinieblas del pecado, hoy los devuelve a la gracia y los une a los santos”. El hombre libre es el que se dirige hacia el bien, y en último término hacia Dios, el Bien supremo. Esta libertad que el mismo Dios le ha dado es signo eminente de su imagen. Esta libertad que Jesús ha redimido de sus ataduras egoístas, es la que el Espíritu Santo orienta a la realización generosa del mayor bien. La libertad de los hijos de Dios requiere recorrer un camino: El primer paso es buscar y conocer la verdad que Dios ha grabado en nuestro propio ser, ha manifestado en la Ley de la Alianza y ha llevado a su plenitud en las palabras y obras de Jesús. Pero hay que seguir el camino siendo fieles a la verdad, con actitud de discípulos. Y obrando la verdad en el amor. La libertad es en nosotros una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y en la bondad. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. Y alcanza su perfección cuando está orientada a Dios, nuestra bienaventuranza. Deseo a todos una Santa Pascua del Señor. Que la alegría de la Santísima Madre María junto a su Hijo resucitado inunde también nuestros corazones. Jesús glorioso los colme de bendiciones.