El calor incendia las escuelas. Para colmo en algunos casos no funcionan los ventiladores, no hay agua en los baños, los kioscos están cerrados. Si la situación ya es límite, la arbitrariedad, el capricho y la insensibilidad se torna exasperante cuando obliga a los jóvenes a llevar uniformes de mayor abrigo. Sobre todo cuando esas decisiones se toman en oficinas bien acondicionadas. Los alumnos respondieron, en algunas escuelas, con “sentadas” como manifestación pacífica de sus desacuerdos, como deseo de ser escuchados en sus necesidades. Desobedecieron. Ha sido una táctica utilizada en los últimos años frente a decisiones injustas o atropellos. Es un modo de decir NO y de proponer un diálogo para resolver los conflictos.
La dialéctica obediencia/desobediencia, aun en estos graves episodios cotidianos, encuentra profundas resonancias a 40 años de democracia y cuando transitamos la semana de la Memoria.
En ella exaltamos el recuerdo crítico del genocidio perpetrado por una Dictadura Cívica, Militar y Eclesiástica, en la cual, la obediencia de los ciudadanos al orden represivo que instaló el Terrorismo de Estado, como sometimiento y abolición de la autonomía y la libertad, fueron sus exigencias y sus resortes fundamentales.
Para ellos, como para todos los tiranos, la “obediencia es una virtud y la desobediencia es un vicio”. Sin embargo, y tal como lo plantea Erich Fromm (“Sobre la desobediencia” Paidós), la desobediencia es la conducta que inaugura la historia y la civilización humana. Cuando Adán y Eva desobedecieron una orden, en el primer caso, “el hombre emergió de una armonía pre-humana y fue capaz de dar el primer paso hacia la independencia y la libertad” (Fromm). Prometeo en el segundo, cuando desobedece a los dioses y les roba el fuego, acepta el castigo como precio a las posibilidades de la civilización y la evolución de los hombres.
El iluminismo, es también un ejemplo de la desobediencia, como conducta imprescindible para el desarrollo humano, en este caso, en el plano intelectual, al desafiar el saber y la verdad de las autoridades consagradas. A autorizarse a pensar por sí mismo. Entonces, se pregunta Fromm: “¿toda obediencia es un vicio y toda desobediencia una virtud?” La respuesta es compleja, dialéctica, en tanto si un hombre solo puede obedecer y no desobedecer, es un esclavo; si solo puede desobedecer y no obedecer, es un rebelde (no un revolucionario); actúa por cólera, despecho, resentimiento, pero no en nombre de una convicción o un principio. En esta dialéctica, dice Fromm, “cuando los principios a los que se obedece y aquellos a los que se desobedece, son inconciliables, un acto de obediencia a un principio es necesariamente un acto de desobediencia a su contraparte, y viceversa”.
Es el caso de Antígona, si obedece a las leyes inhumanas del Estado, debe desobedecer necesariamente a las leyes de la humanidad y al revés. Antígona pagó con su vida la desobediencia al Rey al realizar, contra sus órdenes, los ritos fúnebres a su hermano, pues su convicción era que las leyes humanas no podían prevalecer sobre las divinas, porque el edicto era inmoral y sus acciones eran morales. Sadismo supremo que, siglos después, ejerció el Terrorismo de Estado al impedir a los familiares de los secuestrados, con el siniestro método de las desapariciones, esos rituales básicos- dar sepultura a los muertos, que fundan lo humano. Ejercicio, el de Antígona, de una libertad y una ética que se opone diametralmente a la “obediencia debida” en la que quisieron ampararse los cobardes.
La libertad y la autonomía humanas se ligan, dice Fromm, a desobedecer a un Poder opresivo externo y de obedecer a las convicciones y principios de una conciencia propia, humanista. Aquella que se basa en el hecho de que, como seres humanos, tenemos un conocimiento intuitivo de lo que es humano e inhumano, de lo que contribuye a la vida, a la dignidad del hombre, y de lo que la destruye, es la voz que nos reconduce a nosotros mismos, a nuestra humanidad.
La autoridad no debe ser obedecida ciegamente, pero sin embargo, sí debe ser aceptada cuando es racional, cuando surge de un consenso, por ejemplo, cuando expresa los intereses comunes del maestro y del alumno que, en el caso ideal, se orientan en la misma dirección, en la del progreso del proceso de enseñanza-aprendizaje. El maestro se siente satisfecho si logra hacer progresar al alumno; si fracasa, ese fracaso es suyo y del alumno. El alumno admite esa autoridad porque está éticamente constituida. Porque es necesaria para su evolución. En cambio, cuando la autoridad es irracional, caprichosa, despótica y autoritaria, la desobediencia es un acto de afirmación de la dignidad, de coraje y libertad, de repudio y resistencia a la sumisión y la esclavitud.
Cuando las disposiciones de las autoridades educativas avasallan el respeto de los alumnos, la resistencia y el desafío rescatan lo primordial de su humanidad.
Las “sentadas” de los estudiantes tienen ese sano sentido.
Pudieron, por fortuna, denunciar pacíficamente, las condiciones inadmisibles que les han querido imponer. Han reaccionado venciendo el miedo a las represalias con las que se intenta, en muchas ocasiones, disciplinarlos. El sistema educativo, que necesita una urgente democratización, se siente amenazado por una lúcida rebeldía, se paraliza y no puede dar respuestas a estos reclamos que involucran a toda la comunidad educativa. Temen a una insubordinación porque no han podido aceitar los resortes del diálogo y la convivencia democrática. Sin embargo, la desobediencia, en este contexto, es una respuesta saludable de los chicos y los docentes que los acompañaron. Es manifestación de su salud mental, mal que le pese a la Psiquiatría represiva instalada por el DSM (Manual de los desórdenes mentales norteamericano, orientador de una gran porción de profesionales del campo de la salud mental en nuestro país).
En dicho tratado, infestado por la ideología, maquillado de ciencia pura, aparece un trastorno que definen como “Trastorno oposicionista desafiante” que se presenta “en los niños y en los jóvenes y se caracteriza por un comportamiento desafiante y desobediente ante las figuras de autoridad, sus causas son desconocidas, pero puede implicar una combinación de factores genéticos y ambientales”. Esta particular perspectiva psiquiátrica (otro poder fáctico que condena junto a la religión y otras corporaciones a la desobediencia como falta, pecado, o enfermedad, en este caso), conduciría a realizar un diagnóstico y un abordaje farmacológico a los oposicionistas.
La desobediencia a las órdenes y disposiciones injustas y autoritarias forman parte de la libertad y la necesidad de preservar la dignidad humana, obedeciendo a las convicciones de la consciencia humanista.
Las dictaduras imponen la obediencia como abolición a la libertad de pensar, sentir, actuar, es decir, a la expresión más alienada del individuo y de la comunidad. Esa cultura cultivada por la Dictadura fue tramada por el terror y la impostura de lo que debíamos pensar y hacer, del despojo de nuestra libertad. Por eso reprimieron cualquier manifestación de disidencia y censuraron toda expresión del pensamiento, prohibieron y quemaron libros y obligaron a repetir sus dictados, adiestrando a la población a la aniquilación del ejercicio del juicio crítico y el entendimiento propio.
A cuarenta años de la recuperación de la democracia, celebremos todo acto de desafío cuando está en juego la independencia y la liberación del hombre.
(*)Psicólogo. MP243