Pensé, una y mil veces, en la necesidad, siguiendo la enseñanza de Víctor Oppel, en la imperiosa necesidad, del ejercicio vivo de la memoria. Para no repetir o no continuar con las monstruosas experiencias de la historia en las que la condición humana se hunde en la más ignominiosa degradación. Por eso es necesario recordar, para quebrar la continuidad de los sucesos que se han sostenido en el acontecer, la lógica del dominio y el sometimiento entre los hombres.
El nazismo ha sido un hito tan brutal y espantoso que llevó a declarar a Primo Levi que la existencia de esos campos del horror hacen impensable la existencia de Dios. De todos modos, esa catástrofe no deja de significar sino una continuidad en el empleo de la cruenta barbarie por la que el hombre – como lobo del hombre- ha dominado y aniquilado a otros en su beneficio a lo largo de la historia: “Alemania no fue potencia colonialista y tampoco lo fue el Imperio Austro-Húngaro, a ambos se le negó la oportunidad de explotar, en provecho propio, a otros pueblos pero asimilaron las mentiras de la ciencia colonialista, siguiendo su lógica a la hora de conquistar poder; pero lo hicieron a expensas de los otros pueblos europeos, y no contra los asiáticos, africanos o americanos. El nazismo no fue otra cosa que el neocolonialismo practicado dentro de Europa, conforme a los principios de la misma ciencia colonialista” (1).
Estas reflexiones vienen al caso porque el 20 de enero de 1942 se recuerda un triste aniversario de la conferencia de Wannsee, en la que los máximos Jerarcas Nazis pergeñar lo que denominaron “la solución final a la cuestión judía”, que no fue otra cosa que la planificación de su exterminio en los campos de concentración. Horroroso delirio enraizado en las convicciones de la pureza racial, el predominio de la “raza superior” y la eliminación de las que consideraban inferiores.
Delirio que, sin embargo, surge insidiosamente del desarrollo de las “ciencias positivas” desde fines del siglo XIX y de las cuales el desquicio Nazi es casi una brutal consecuencia. Darwin (o el uso que se hizo de su teoría), Spencer, Lombroso, Morel y su teoría de la degeneración biológica, Gobineau, entre otros, abonaron desde una pretensión “científica” la legitimación del Genocidio, con sus teorías de la supervivencia del más apto en la evolución, la desigualdad de las razas y la superioridad racial aria, con la que contribuyeron decisivamente a la producción y justificación del exterminio y al desarrollo de las” teorías “de la eugenesia y la eutanasia como metodologías, prontamente llevadas a cabo, para la concreción de la aniquilación de las razas inferiores. Así es como la “Operación T4”, elaborada por la medicina y la psiquiatría Nazi fue -si se quiere- un ensayo y un antecedente de los Campos de Concentración y Exterminio de judíos, gitanos, homosexuales y disidentes políticos entre otros. La operación T4 consistió en la “Eutanasia” realizada por los Nazis sobre las personas discapacitadas, los enfermos mentales, los vagabundos y los “niños antisociales”.
Desde las” teorías científicas” aportadas por el positivismo, consideraron que esas personas vivían “vidas indignas de ser vividas”, de tal modo que consideraban un” acto de piedad “asesinarlos en masa. No había allí diferencias entre judíos y no judíos, más aún, la mayoría de los niños discapacitados y pacientes internados en Psiquiátricos que fueron aniquilados, eran alemanes. Allí, en las clínicas para niños discapacitados y antisociales y en los manicomios donde se llevaron a cabo estas matanzas colectivas, se utilizó por primera vez la cámara de gas como prueba de su utilidad en la aniquilación masiva para la “Solución Final” como sádicamente le llamaron a la matanza de los judíos en los campos de concentración.
LA BANALIDAD DEL MAL
Uno de los ideólogos del holocausto y organizadores del exterminio nazi, fue Otto Adolf Eichmann, miembro de las S.S., ascendido a Teniente Coronel, representante del mal absoluto, pieza clave de la “Solución Final” en la organización del asesinato frío de millones de personas, en la elaboración y logística de la deportación a los guetos, y luego en la transportación a los campos de concentración en los “trenes de la muerte” para ser asesinados con inusitado sadismo. Este abyecto criminal huyó, tras finalizar la guerra, a la Argentina, ingresando al país el 15 de julio de 1950, bajo el nombre falso de Ricardo Klement. Vivió aquí diez años, hasta que un 20 de mayo de 1960 fue “cazado” y trasladado a Israel por el Mossad para ser juzgado, convencido de la negativa a la extradición por parte del gobierno argentino. Fue encontrado culpable de crímenes barbáricos y sentenciado a la pena de muerte en el año 1961.
En el profundo análisis de ese juicio que conmovió al mundo, despuntó la genialidad de una filósofa que realizó su cobertura para el periódico norteamericano New Yorker, notas que dieron origen al libro “Eichmann en Jerusalén”. Se trata de Hannah Arendt una escritora y pensadora judía alemana que logró escapar a Estados Unidos en 1939 cuando ya avizoraba el destino trágico que se avecinaba, renegando de una sociedad a la que consideraba cómplice silenciosa de la deriva totalitaria de su país. Ella acuñó un concepto muy controvertido para explicar la personalidad, la actitud y la conducta de Eichamann en la organización burocrática de los salvajes y crueles crímenes cometidos por el Nazismo. Se trata de una nueva categoría ética y de otro nombre para el horror: “La banalidad del mal”.
Debo confesar que cuando leí por primera vez los desarrollos de Arendt sentí un rechazo inmediato, hasta comprender mejor su significación: ¿Cómo postular que Eichmann no era un monstruo, un perverso, un enfermo mental, sino alguien perfectamente vulgar, normal? ¿No son los enfermos mentales quienes en su peligrosidad e irracionalidad pueden llevar a cabo una atrocidad tan cruel y despiadada? Que una persona como cualquier otra, un burócrata, un trepador como tantos, pueda ser responsable de crímenes horrendos era una idea muy inquietante. No vio, -dice Arendt- allí en el juicio a un monstruo, sino a un ser pequeño, insignificante, una persona que se dedicó con verdadero ahínco a facilitar la muerte de millones de personas que ni siquiera odiaba, tampoco se sentía culpable porque, como la mayoría de los cobardes, se escudaba en la “obediencia debida”. Carecía de una total inteligencia, pero no era totalmente imbécil. No tenía una gran educación, pero no era precisamente analfabeto. Carecía totalmente de personalidad y se expresaba con ideas huecas, consignas, frases hechas, exhibía la total ausencia de un pensamiento profundo, reflexivo. Era un pequeño funcionario que nada significaba. Era un ser insignificante. Un hombre vulgar, y lo brutal del caso consistía en la distancia abismal entre su nulidad como persona y la atrocidad indescriptible que cometió, un mal radical, imperdonable.
Arendt fue muy criticada por este concepto, como si con él disminuyese la gravedad de los crímenes cometidos, como si no compartir el discurso de que Eichmann era un monstruo maligno iría a menoscabar la acusación. Pero no era así, más bien al revés. Las consecuencias de la tesis de Arendt son devastadoras. La referencia a lo banal se refiere a la total superficialidad e irreflexión de Eichmann. No se plantea nada verdaderamente, ni su responsabilidad ni la consecuencia de sus actos, es un ser de una total “nadedad”, o como decía Jaspers, era “el vacío de la nada”. Lo inquietante del concepto es que supone que no resulta necesaria la proliferación de seres abyectos para sostener un Régimen Totalitario que promueve horrorosos crímenes como el Nazismo, sino que hace falta la colaboración de seres banales que irreflexivamente se dejen llevar a las mayores atrocidades por motivos sin importancia.
Eichmann que hubiera preferido deportar a los judíos y no matarlos, acalla la voz de su conciencia al ver que todo transcurre ordenadamente, que nadie se opone, que no hay protestas, lo que hace comprender a Arendt que la base del “éxito” del totalitarismo es la banalidad del mal, la irreflexión, la falta de autonomía ética que permite el exterminio, mucho más que la maldad abyecta. Advierte en ese tipo insignificante y hueco, funcionario obediente a ciegas, al hombre actual, y eso es devastador, que detrás de las experiencias más espantosas estén personas ordinarias, es aterrador. Llegó a concluir que el mal terrorífico puede ser producto de la banalidad, que es la superficialidad de quien carece de motivación responsable y profunda.
Claro que lo peligroso es que Eichmann no estaba solo, sino que fue parte de una sociedad “normal” en cuya realidad todo se volvió posible, donde el odio y la discriminación se naturalizaron y donde el terror llegó a ser ley suprema.
La tesis de la banalidad del mal estriba, en definitiva, en el hallazgo de un nuevo tipo de criminal, terrible y terroríficamente normal, que es parte de una sociedad que puede llegar a una normalización de lo atroz. Nos ha sucedido con la última Dictadura en la Argentina, durante la cual la indiferencia y el miedo han llevado a una normalización, vulgarización y justificación del horror. Aún hoy hay que estar atentos a ese trato peligrosamente superficial de esa espantosa experiencia compartida.
LA BANALIZACIÓN DE LA DISCRIMINACION Y EL ODIO
“La palabra ungefiezer, dijo Tardewsky, con que los nazis designarían a los detenidos en los Campos de concentración, es la misma palabra que usa Kafka, para designar eso en que se ha convertido Gregorio Samsa, una mañana al despertar” (en un insecto) (2)
“Se comienza cediendo con las palabras y se termina cediendo con la cosa misma” (Sigmund Freud)
Sin vivir, por fortuna, actualmente en Regímenes totalitarios, no dejamos de experimentar negativamente la vulgarización de ciertas formas del Mal, como el odio y la discriminación, establecidas como efecto de la jerarquización que determinados sectores de las clases sociales medias y altas, construyen, como diferencias entre seres superiores e inferiores.
Preocupa la banalización que la discriminación, la descalificación y el desprecio hacia los pobres y marginales habitantes de los barrios villas miserables de nuestro país, se da irreflexivamente con la invalidante y agresiva calificación de “negro de mierda” cuando se dirigen a ellos, o cierta instalación también naturalizada de la xenofobia contra personas que vienen de países limítrofes.
Lo escuchamos como un discurso poco cuestionado, como una realidad que no pareciera merecer una profunda reflexión, un consciente repudio y rechazo por parte de todos cuando la escuchamos, cuando alguien escupe con desprecio: “negro de mierda”. Lo escuchamos atónitos todo el tiempo de parte de muchos individuos supuestamente educados para referirse a los pobres y marginados de los barrios. “Negros de mierda” de un modo hueco, irreflexivo, banal. Ni siquiera cuando ese apelativo fue usado como grito de “guerra”, como trofeo de caza, por los jóvenes que asesinaron con una crueldad inhumana a un muchacho indefenso en Villa Gesell. Un hecho del que habla todo el mundo, pero en el que no todos se detienen a pensar en el modo banal en el que designan a un joven, reduciéndolo a una cosa, a un insecto, a un “negro de mierda”, en el que las palabras y las representaciones, precursoras de los hechos, finalmente matan.
(*) Psicólogo. MP243
1) «Psiquiatría y Nazismo: Historia de un Encuentro» (Raúl Zaffaroni. Editorial Madres de Plaza de Mayo. 2010)
2) «Respiración Artificial» (Ricardo Piglia. Editorial Argentina Pomaire. 1980)