La joven madre o tía o madrina decía «foto-foto», era evidente que la vincha que adornaba el pelo castaño con largos rulos de la niñita, era nueva, que acaba de ser comprada. La niña espera la foto y borra su media sonrisa, quiere enfocar su atención en la golosina que lleva en sus manos. Pero recibe otra orden: dulce, cariñosa, con voz aterciopelada, pero orden al fin. “Otra-otra» escucho, justo cuando paso por al lado. La niña obedece, vuelve a mirar el celular, otra vez la rígida pose y la forzada sonrisa, está vez amplia, todo lo que su pequeña boquita rosada le permite.
Me detengo por una fracción de segundos en sus ojitos color café, su expresión parecía decir » basta ya» pero no se resiste, posa. Fue lo último que ví de la escena, mis pasos seguían siendo rápidos y mis oídos captan una vez más…»otra-otra».
Mis pensamientos se desvían de la razón del apuro y se trasladan al cómo se forma la dependencia de la imagen en las mujeres.
Y no puedo dejar de imaginar a esa niña, diez años después, sacándose selfies para vaya saber que red social o tecnología exista en ese momento, sonriente y expectante de los «likes»
Y quince años posteriores a este miércoles de mayo, accediendo a los caprichos de un varón, para fotografiarla o filmarla en la intimidad, como un acto de amor. Preguntándose (o no), si le gusta, si lo desea. Respondiéndose que así la querrá más.
Me la imaginé después queriendo terminar esa relación y siendo chantajeada con fotos y filmaciones.
Encerrada en su cuarto, temblando de miedo, avergonzada. Sin poder contarle a esa mamá o tía o madrina, porque sabe que le dirá: «como pudo hacer semejante tontería», enoja con ella.
Se pregunta y se contesta, sin ayuda, si ese varón será capaz o no de publicarlas. Obsesionada, mirando los grupos de las redes una y otra vez esperando, rogando, hasta tal vez rezando, que no suceda.
Pero sucede. Una mañana yendo a la escuela, al trabajo o a la facultad, está. Ahí está ella, desnuda, expuesta (porque aunque sean dos, solo importará ella) en todas las imágenes de todos los celulares de conocidos y desconocidas.
No podrá decir que fue por amor, menos que tiene derecho al placer y el disfrute. Solo sentirá vergüenza. Callará. Porque aprendió a agradar, a obedecer y a callar.
Solo querrá desaparecer, como desea que desparezcan las fotos y los videos, antes de que su mamá y tía y madrina los vean. Si eso sucede, la querrán menos.
Sus ojos color café dejan de brillar, el mundo de vuelve turbio y hostil, sus amigas se alejan, sus conocidos le tocan los glúteos al caminar. Total es una «puta».
El mundo se hace pequeñamente insoportable. Dejar de existir, solo desea dejar de existir.
En tantos años no hubo ESI que le enseñará que la sexualidad es parte de la naturaleza, no hubo Formación Ética y Ciudadana que le mostrará que tiene derecho a la intimidad. No estuvo ningún profesor de Historia contándole cómo domina la vida social el patriarcado. Ni una profesora de Tecnología enseñándole a proteger su vida privada del mundo digital, o una de Derecho diciéndole que eso es un delito que tiene que denunciar.
Nadie reclamará a esa madre, tía o madrina su educación para la «imagen», para agradar.
Ya será tarde para todo, para todos y todas: sus rulos color castaño estarán pendiendo de una camilla en un frío lugar, sus ojos color café se habrán cerrado para siempre, sin entender el mundo para el que nació MUJER.
Lic. Verónica López
Tekoá Cooperativa de Trabajo para la Educación