La Angustia de Elegir

No elijo nacer, no elijo mi nombre, mi apellido, mi linaje, mi clase social, mi religión. No puedo determinar el momento ni el lugar donde se desarrollará mi existencia, ni sus condiciones, si será en tiempos de guerra o de paz, de horror, de holocausto o en esos pequeños respiros de paz que se da el humano en su agobiante devenir. No sabré qué lengua hablaré, en qué idioma voy a pensar, confundirme y enredarme en ese malentendido fundamental que supone el lenguaje. No sé siquiera si llegarán los nutrientes básicos para que mi cerebro pueda funcionar, y en el momento y del modo preciso. Si tendré la mesa servida o revolveré repugnantes basureros para tapar los agujeros de mi panza. Mi ideología, mis valores, mis costumbres, mis tradiciones, mi convicción política y hasta los colores del equipo de fútbol que desatará mis más desatinadas  pasiones, me vendrán del “Otro”.  

Así mi existencia, arrojada o no, parece estar inscripta ya de antemano por los dados del azar o por un destino que me precede y determinará mi vida y mis elecciones. Y sin embargo ese librito al que le vengo dando vueltas hace años, se empeña en afirmar que estoy “condenado a ser libre”. Que si “Dios no existe y la existencia precede a la esencia”, entonces,  el hombre “se hace a sí mismo” en cada acto de elección, en el que decide quién y qué ser.

Ante esa afirmación, me pregunto: ¿Cuál es el margen de elección, de libertad, que tiene aquel que sólo aspira a la supervivencia? Por ejemplo, ¿puede ser libre?

Esta contradicción entre determinismo y libertad, Sartre pretende resolverla dialécticamente a través de una fórmula muy original:” No nos convertimos en lo que somos, sino mediante la negación íntima y radical de lo que han hecho de nosotros” afirma como presupuesto de la libertad.

Quiere decir que para ejercer esa libertad a través de la cual elegimos quiénes somos y queremos ser, en esa vorágine de posibilidades que nos ofrece la cotidianeidad (desde arrojar un deshecho a un tacho de basura, saludar a nuestro vecino o cruzar en rojo la calle, todos actos de elección que nos definen), tenemos como premisa de esa libertad, la negación crítica y radical de lo que han hecho de nosotros, el  desasirnos de nuestras determinaciones.

Poder reflexionar cuánto pensamos y cuánto somos pensados, hablados. O cuan libres somos cuando siendo pensados, creemos pensar y elegir, muchas veces, contra nosotros mismos, en contra de nuestros intereses, en extravíos cada vez más frecuentes. Pensados por los poderosos medios de comunicación, por ejemplo, en la actualidad. Cuánto estamos sujetados por las construcciones ideológicas del “Otro”, cuándo más libres de ataduras nos creemos.

Esa es una operación de desalienación, que implica poner en cuestión, radicalmente, todos nuestros condicionamientos, nuestras contradicciones,  nuestras creencias, nuestros valores, nuestras formas y contenidos del pensamiento. Nuestra historia y la de la  relación con los otros.

Cuando Sartre dice que el hombre se hace a sí mismo -se define- en cada acto de elección en el cual es absolutamente libre, dice también que es totalmente responsable de esa elección. Que es sin excusas y sin guías, pero con consecuencias. Que está solo, como en el cuarto oscuro. Y es responsable de lo que elija. Porque agrega, en esa obra extraordinaria “El existencialismo es un humanismo”, que en cada acto de elección, el hombre no solo se elige a sí mismo sino que elige “al hombre”. Al hombre en general. Eso redobla su responsabilidad. No solo me elijo eligiendo, sino también digo, en cada acto de decisión, qué y cómo quiero que sea” el hombre”, como humanidad. Y esa condición, de ser responsable por cada elección libre que realizamos, conlleva la dimensión de la angustia. Porque nada nos orienta con certezas y porque de nuestras elecciones depende nuestro destino y el de la humanidad.  

Y esto nos sucede, creo a muchos, cuando nos vemos confrontados, como hoy,  colectivamente a ese acto de elección instituida por el sistema democrático, que nos permite “decidir”, como ciudadanos, nuestros destinos a través de la participación en las votaciones, llamadas de “medio término”, en este caso.

En estas democracias cada vez más flacas cuánto mayores son las injusticias, las desigualdades sociales y económicas, pero que, como decía el querido Padre Andrés Servín, son siempre, aún rengas, preferibles a los fascismos y las Dictaduras. Por eso, cada vez que hay un acto eleccionario, convive en nosotros sentimientos de alegría y esperanza por la participación en la decisión de nuestros destinos, porque las urnas no estarán nunca más “guardadas”, gracias a la lucha de nuestro pueblo, con la angustia de una elección, tan libre y compleja  que nos carga con el peso de una responsabilidad y un compromiso indelegable.

Creo que esa mezcla de sentimientos se complejiza aún más en los jóvenes, en aquellos que votan por vez primera, algunos con mucho entusiasmo, con escepticismo, apatía o desconcierto en otros. Algunos ya penosamente decepcionados e incrédulos  de antemano, lo que debería preocuparnos.

Sin embargo, elegir es también un acto de esperanza. De una esperanza activa como decía Erich Fromm. Una esperanza con la que debo comprometerme para que se concrete.

Una esperanza que es compromiso, no espera pasiva, y que no se reduce al acto de  votar en las elecciones, aunque lo incluye.

Una esperanza que se inscribe en un horizonte mucho más amplio, que es la esperanza de cambiar este mundo, injusto, doloroso  y desigual. Parece, cada vez más, una utopía. Por eso mismo tiene, cada vez, un sentido  más pleno.

 

(*) Psicólogo. MP243

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