Bienvenido a casa (Hospital)

Por Fosforito

Suele pasar que estamos tan ocupados en nuestros asuntos diarios que vivimos atados a un reloj, a un celular, apurados por llegar a algo o a algún lugar. Ensimismados en nuestras preocupaciones cotidianas, cumpliendo con las responsabilidades, intentando alcanzar objetivos. Tanto que no tenemos tiempo para nadie, ni para nosotros mismos.

El tiempo corre y nosotros detrás de él, pero el sol cae por el espejo retrovisor y de repente es de día otra vez.

Hasta que la vida caprichosa  e impredecible nos pone una piedra en el camino o nos frena con un golpe seco en el pecho.

Una muerte, un accidente, una enfermedad, una catástrofe natural, un evento inesperado, nos sacan de eje. 

Como dijo un filósofo bastante ortiva: “el ser mismo no es más que una pretensión de la nada”. 

La enfermedad, por ejemplo, detiene nuestro andar estrepitoso, corre el telón de artificios en el que estamos imbuidos, del mundo que ha sido puesto ante nuestros ojos y en el que nadamos como peces en el océano sin saber lo que es el agua.

Así que estaba en el hospital Masvernat y tenía la percepción de que el tiempo transcurría en cámara lenta. 

Veía a las enfermeras moverse de un lado a otro con una destreza de acróbatas. A la chica de la recepción que iba y venía con sus ojos desencajados, intentando dar respuesta a todo y a todos. Los camilleros atravesaban puertas y estrechos pasillos que hacían recordar esas carreras memorables de Ayrton Senna en las calles de Mónaco. Los gritos, llantos y quejidos viajaban por los pasillos laberínticos y los doctores parecían los “master chefs” en una cocina de espanto.

Pacientes que están desde hace semanas y otros que llegan y se van en un abrir y cerrar de ojos. Familiares que caen rendidos por el sueño, de mejillas al pie de la cama, y cuidadores que se acostumbran a dormir sentados, rígidos como estatuas en inestables sillas de plástico. 

No hay silencio en el hospital. Siempre se escuchaba el sonido de un llanto, un murmullo, un ronquido, un estertor de agonía, de una máquina que se enciende, de puertas de dos hojas que se abren al choque y la repentina irrupción de pasos rápidos y urgentes, del trajinar de las ruedas de las camillas y las sillas. 

“Esta gente no se detiene nunca”, pensé. 

El hospital parece un hormiguero sin pausa y tras los cambios de guardia, de turnos, los rostros vuelven más cansados que cuando se habían marchado. 

El tiempo, por supuesto, transcurría igual que siempre: días de 24 horas de 60 minutos cada una, pero el fenómeno se sentía tan real. No sé si era el estrés en contraposición a la adrenalina del entorno o quizás demasiada información para procesar que hizo que el reloj de la mente fuera más lento.

En el Masvernat el tiempo se deforma como los relojes del cuadro Dalí.

Un limbo donde nada y todo cobra sentido, en el que el surrealismo y la realidad se combinan para dar una bofetada a la prepotencia y a la arrogancia de nuestra frágil existencia para hacernos tomar conciencia que en algún momento la vida se acaba…Y que esa es toda nuestra fortuna.

En ese microcosmos sofocante de despiadado paisaje de sueros, vendas, sondas, agujas y bolsas rojas, en esa soledad tecnológica de luces y máquinas que nunca se apagan, en esa lucha incesante por la salud y la vida en una atmósfera impregnada de ese olor tan particular del cloro cubriendo la enfermedad y la suciedad, vi rostros de personas que jamás había visto que no escatimaban en ser amables, en ocuparse como si de verdad fueras algo más que otra historia clínica.

En hacer que se sintiera, a pesar de todo, el perfume de la humanidad.

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