¡Qué Suerte la mía!

Un poco más allá está el conteiner de basura. Como la cola de un pescadito recién sacado, bailan las patas de uno que tiene metido todo su cuerpo adentro, nadando en un mar de deshechos, braceando hasta el fondo su desconsuelo. La gente pasa y lo mira como mira todo, con los ojos hundidos, como máquinas, sin ver. Ensimismados recorren en sus cerebros sus laberintos cotidianos.

 

Cruzo la calle Urquiza y Alberdi. El cambio de semáforo convierte esa aventura en un deporte de alto riesgo. Los vehículos se lanzan como fieras enfurecidas contra mi humanidad desprotegida y corro sintiendo el aliento de sus motores en la nuca. Allá diviso esa figura redondeada de pan, como a la cuadra más o menos, que se acerca presuroso al grito de “qué suerte la mía”. ¡Sonamos! Es el grito de guerra con el que anuncia el “mangazo”. Mientras meto las manos en los bolsillos, nos reímos y nos preguntamos cómo estamos. Me doy cuenta que casi no lo conozco. Que no lo conozco. Salvo esos cruces en las calles del centro, su pobreza ocupando un espacio “ajeno”.

Descubro hoy justo su nombre, como descubrí un día su “pieza”, un cartón tirado en el umbral de una tienda como cama, como lecho final en el que reposan, esos huesos y ese alma exhaustos.

Lo conocí hace unos años, eyectado por la suela de un mozo de un bar de la plaza. Una monumental patada en el culo lo hizo volar hacia afuera. Era chiquito, aunque creo que nunca fue chiquito. Yo era un letargo, con un café humeante, con los ojos hundidos, recorriendo mis laberintos y la patada también me despertó de mis ensoñaciones. Como si la hubiera recibido. Miré alrededor y el bar seguía vistiendo sus habituales mascaradas de risas, comentarios entre amigos, lecturas de diarios, miradas de reojo para ver quién viene o quien pasa.

Miro de nuevo para cerciorarme que nadie vio…y sí, nadie vio. El mozo argumenta que esos “negritos de mierda” están atentos para robarles las propinas.

Ahora estamos ahí, en la vereda, hablando banalidades.

Me dice que los sacaron un poco por la pandemia, pero que ahora pudieron volver. El refugio para ir a dormir está siempre lleno, así que las noches lo encuentra en donde pueda caer. Cuando tiene unos pesos en la pensión mugrosa de calle San Luis.  

De repente, con un gesto indiferente, pero a los gritos como habla él, me dice: “Sergio, estoy cobrando el IFE”. “Callate, le digo, no hables tan fuerte que te va a escuchar alguno de los que se “indignan” con  los “planeros” como les dicen”. “¿Qué es eso?” me mira perplejo. “No, nada. Olvidate, le digo”. Me mira de soslayo y al unísono con una carcajada decimos: “Qué suerte la mía”.

Se va hacia su parada en la puerta de un súper, donde es testigo de las migajas, la indiferencia, el desprecio o de los ojos hundidos en sus laberintos, que no lo ven a él, tan grandote y tan chiquito.

 

(*) Psicólogo. MP 243

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