Por Fosforito
Era otra de esas noches en que salí a caminar contrariado, peleándome en silencio con todo el mundo y conmigo mismo. Y yo estaba mal dispuesto sobre el tema. Me habían picado la cabeza sobre quién iba a pagar la electricidad por el largo tendido de luces que cruzan la calle de una vereda a otra a lo largo de unas ¿siete, ocho, diez cuadras? Quién se va a hacer cargo si ocurre un accidente que termina con algunos comensales heridos o muertos, que el centro de la ciudad se vuelve un embotellamiento innecesario alrededor de la plaza principal donde ya hay mesas instaladas, que es una porquería de mal gusto sólo para darle otro gusto al Sandro de la gastronomía y que se calle un rato la boca, etc…
Hacía tiempo que no caminaba por las noches, mucho más que no lo hacía por 1º de Mayo: Las luces, el movimiento, la gente de nuevo andando en las calles como si todo estuviera casi casi normal, respirando las brisas de verano. Otra vez la ciudad con vida luego de una larga temporada en el encierro y la incertidumbre… Y a mí que la peste -y alguna lucidez- me hizo disminuir el número de seres con los que puedo y quiero encontrarme.
Cuando yo era pibe, “el paseo” por la calle 1º de Mayo llegaba hasta San Juan, la esquina del hotel y el pequeño quiosco eterno que está pegadito a la entrada al mismo -que no importa cómo se llame porque siempre está ligado e identificado con el hospedaje- y de ahí el giro por el Ferro y de nuevo a iniciar “la vuelta del perro”.
A partir de allí, de calle San Juan, 1º de Mayo era una arteria como tantas, un poco gris incluso, que conectaba rumbo al este con otro lugar todavía más sórdido por las noches: La vieja costanera. Esta llegaba un poco más allá del club Comunicaciones: ruinosa y sucia, en buena parte ganada por el monte y los pastizales, con poquita vida, muy distinta y bastante alejada al pulso hoy.
Cada tanto, en los veranos, se activaban uno o dos boliches poco decentes, construidos con cachete costanero y techos de paja o chapas como para hacer una milhojas; pescadores, un par de carpas y amantes encallados en alguna de las tantas penumbras. Tal vez un tortolito, futuro esposo, abandonado un rato por sus amigos después de la caravana, desnudo y con el agua sucia de playa Los Sauces a la altura de la cintura…
Así que caminaba rumbo al río, mirando el iluminado paseo del que muchos reniegan a la vez que recordaba la desteñida postal del ayer.
Tengo nostalgia por aquellos años porque fueron la flor de mi juventud, la adolescencia. Tirados en la vereda, bebiendo cerveza del pico de la botella (Quilmes, Brahma, Palermo o Bieckert y no muchas opciones más) y hablando de cualquier cosa. Meando detrás de los árboles, de los autos o en los zaguanes. Pintando grafitis sin esperanza en las paredes. Levantando al amigo rendido y cargarlo hasta la casa, encarar a sus padres a la madrugada para que lo metieran en la cama o tocar timbre hasta que alguna luz se encendiera, hasta escuchar el ruido de las llaves, para abandonar “el paquete” ahí en la puerta nomas y salir rajando. A veces, buscando algún bardo para desahogar ese sentimiento de frustración indefinido que nos acongojaba y enfurecía. El único plan de vida era poder entrar todos al boliche, si teníamos la suerte de conseguir algunos “free pass” y dividir gastos. De lo contrario era “morir” ahí nomás cuando el quiosquero dijera “Bueno guríses, ya es tarde. Voy a cerrar.”
En aquellos años se puso de moda “la mano dura” (Siempre cuando hay tensión social parece estarlo); así que el intendente, viejo y peludo nomás, se sumó a la onda de la “Tolerancia 0” que bajaba desde New York hasta el Cono Sur y ordenó “Alcohol 0”. Entonces las calles se limpiaron de tanta gurisada ociosa, borrachina e inquietante.
Sigue siendo un recuerdo romántico de una época de incertidumbre. En no saber qué depararía el futuro en un país vendido a precio vil, con los padres de muchos amigos ya sin trabajo, y donde la única salida –promocionaban los medios, los mismos medios- era Ezeiza.
Claro que una calle iluminada y pintoresca, y una costanera prodigiosa, no cambian los problemas de esta ciudad. No solucionan el alcoholismo y otras adicciones, ni revierten la marginalidad ni la gran desigualdad. No terminan con la pobreza, el desempleo y la oferta creciente de trabajos de cuarta categoría que pagan como de sexta. No cambia la impronta fenicia de nuestra economía y la proliferación de la usura. No alivian los bolsillos de la gente que sobrevive con dos mangos. No terminan con los ladrones de guantes blancos, ni con los delincuentes de baja estofa y mucha prensa.
Sin embargo, tampoco está tan mal tener un lugar hermoso donde salir a pasear la fragilidad y escapar de uno mismo. Olvidarse un rato de lo urgente y lo importante. Extraviar la mirada –Los ojos, las ventanas del alma- en esa belleza que consuela los ánimos vencidos.
…
(Quizás aquí algunos de ustedes se estén diciendo “pero qué empalagoso que arrancó este Fosforito”, pero la verdad es que “la actualidad” me abruma por estos días y no quería empezar este nuevo ciclo de notas hablando sobre ella)