Por Fosforito
La nota, publicada en este mismo medio me pareció chocolate por la noticia. La misma decía que era mucho más seguro manejar en tiempos de cuarentena, pero lo que parecía una obviedad a primera vista, me terminó por develar algo más: En las calles donde circulan todo tipo de vehículos y peatones; en donde se instalan negocios ambulantes a la vera del camino. En cuyas veredas todavía los dones y las doñas se sientan a ver la vida pasar; En las esquinas que se juntan los pibes. Las intersecciones con semáforos en las que mendigos piden limosna y se confunden con aquellos que ofrecen limpiar parabrisas, sin detergente, ni agua y apenas una escobilla reseca; donde se pasean animales con sus dueños y sin sus dueños; En las calles que albañiles y trabajadores de los talleres sacan el chulengo y se comen un asado; Donde pululan los que corren a contramano y también en la misma dirección que el tránsito… En las calles está la vida de una ciudad.
Las calles son nuestro espacio social por excelencia. Bueno, al menos lo eran. Tal vez algún día vuelvan a serlo…
Y ahora están diezmadas, casi vacías. El viernes por la tarde necesitaba ir de casa hasta la redacción del diario en pleno centro. Lo hice caminando. El paisaje era inquietante, sombrío. Pude cruzar por las esquinas o por dónde quisiera sin mirar en dirección al tránsito. Fui el peatón despreocupado que nunca pude. Por ahí me cruzaba con alguien más que iba caminando e intentábamos adivinarnos detrás del barbijo, pero la intención terminaba con ese movimiento corto, seco y apenas perceptible de la cabeza hacia abajo, sin palabras y un toque desconfiado; ese modo todavía común de saludarnos, que no se ha perdido del todo en estas ciudades del interior que no son ni “city” ni pueblo chico.
Si había algo que podía mostrar nuestra decadencia como sociedad era el tránsito. Allí el más bueno puede ser un ruin. El de la máquina más grande siempre pretendiendo imponerse sobre el más pequeño; hasta que aparece un pequeño kamikaze en moto dispuesto a romperse la crisma y arruinar la vida de aquellos que lo sobreviven. Allí en las calles la vida se tornaba salvaje. Se parecía mucho a esos documentales de vida salvaje donde lo que no podés comer, te puede comer a vos.
Las calles segregaban violencia y exasperación, motivadas por la superpoblación, por la estrechez de espacios y el apuro por llegar un poco antes a algún lugar. El constante bombardeo de emociones violentas, de actitudes de mierda y desprecio por las normas. Un terreno en el que las máquinas tenían prioridad sobre las personas. Donde los autos cruzaban como bólidos sin detenerse por la nimiedad de un peatón que podía estar cruzando mientras empujaba un cochecito de bebé. Ni así había piedad con ellos. Conductores mezquinos, lanzados en carreras de la muerte sólo por ganar unos miserables segundos. Pendencieros que intentaban imponerse a como dé lugar, meter la trompa del vehículo, acelerando y pasando finito entre filas y rozándote para que sepas que habías zafado porque así lo quisieron.
- ¿Qué hacés loco? Me vas a pisar
- ¡Para eso pago el seguro! Aprendé a cruzar, pelotudo!!
De todo lo que hice –estudios, cursos, talleres, repartir curriculum- nada me sirvió más que el carnet de conducir para conseguir trabajos a lo largo de mi mediana vida. Debo haber pasado unos 20 años con el traste sobre una butaca. Se me nota el quiebre “culito de pato” que nace en mi cintura; esa deformidad que solemos tener al final de la espina los conductores excedidos de kilómetros, de vicios y de peso.
Conozco Concordia tanto como un predicador mormón o un vendedor de libros puerta a puerta. También manejé por casi toda la provincia y -les juro- que no conocí nada como el tránsito de Concordia – tal vez Paraná nos iguale. Concepción del Uruguay tiene lo suyo -.No conozco otra ciudad de la provincia donde se maneje con tanto desprecio por la ley y las personas.
Observar el tránsito en Concordia es como mirar por debajo del velo que cubría el retrato de Dorian Gray. No sé si les ha pasado que, hasta que no se miran en el espejo y ven en él su reflejo real, tienen una imagen, una representación de ustedes mismos, algo distinta de cómo se ven en la realidad…
La imagen que los concordienses le queremos vender al resto (turismo, hospitalidad, relax y dispersión) se descascara sobre cuatro, dos, ocho o dieciséis ruedas, dejando expuesto lo peor de nosotros.
Hay gente de la provincia que nunca estuvo en Concordia, o que la visitó alguna vez. Siempre tuvimos fama de… “toquetes”, de gente de cuidar: “¿Concordiense? ¡Ojo!”… Ese era el chiste del que –confieso- yo a veces solía vanagloriarme.
Después empecé a escuchar otro tipo de turbaciones. De los foráneos que sí conocían la ciudad, que venían seguido por trámites, consultas médicas, negocios, etc. Concordia era un rompedero de bolas, pero ya no era la inseguridad lo que inquietaba. Lo que fastidiaba era su ritmo, el tránsito, la falta de cortesía. Su manera belicosa de manejarse en el fluir cotidiano. El peligro ya no era que te roben, sino que te partieran al medio cuando cruzabas un semáforo en verde por una avenida.
Entonces, la tarde del viernes, mientras iba caminando hacia la redacción del diario -de este diario-, pensé que las calles son ese espacio compartido que extrañamos tanto, pero que sin embargo nos empeñamos en destruir entre todos, todo el tiempo… Y que tal vez… Cuando pase la pandemia… Tal vez después de esto, cuando seamos mejores… si somos mejores, no sé…
…
A lo mejor es pedirle demasiado a un virus que puede tener los días contados.
