Las crónicas de Oxímoron : El pequeño milagro de José

Un hombre de apariencia nada extraordinaria, a quien muy poco conocía, me tomó de los hombros y comenzó a hablarme de las vicisitudes e infortunios de la vida, de los eventos que suelen ensombrecer nuestros días, de la voluntad y la fe. Me interceptó en la vereda antes de que pudiera alejarme de su carnicería. Nunca entendí por qué salió detrás de mí ese día. Ni puedo recordar con exactitud cómo empezó la charla ni todo lo que me dijo, pero sí recuerdo la sensación física de sentir que te desmoronas, la necesidad de esconderme, de buscar la soledad y expulsar un cúmulo de angustias en chorros de lágrimas y gruñidos irreprimibles como si una cañería se hubiera roto por dentro y me liberaba de algo que me atoraba.

José tiene un don que podríamos llamar el don de la sanación. Aunque él dice que no es él sino Dios… Creer o reventar, pero cuando acudí a él no me fue mal.

Así fue como, más o menos, mi Dios y yo nos reencontramos y volvimos a hablar. Y hablar con Dios es, al fin y al cabo, hablar con uno mismo, intentando encontrar lo mejor de uno: Para levantar las piedras del camino, para tratar de discernir entre el bien y el mal, para enfrentar a los miedos, para honrar el don de la vida y caminar con el espíritu de la fraternidad como norte, la empatía hacia el otro, sin olvidar que el otro es mi igual, mi hermano…

– ¿Estás diciendo que la patria es el otro?
– Y sí, algo así. Ponele

Fui un buen niño católico hasta los 13 años. Hasta que sentí que la iglesia no tenía nada para mí: ni la linda rubia que cantaba en el coro, ni la idea de un Dios que valiera la pena. Percibía un estado de bondad y gracia impostada que me repelía. Además, comenzaba la adolescencia y la vida “pecaminosa” se veía mucho más encantadora. Dejé las cruces en un cajón y no me las volví a poner jamás. Y encaré la vida sin culpa ni temor de no ser digno -al final de mis días- de la recompensa eterna.

Mientras crecía iba entendiendo un poco mejor el mundo. Viendo las injusticas, la hipocresía y el horror del que es capaz el hombre cuando se comporta como el lobo del hombre… y la iglesia, en nombre de Dios, había sido y era un poco de todo eso: un poder real que siempre se comportó como se comporta el poder.

Importaba poco que hubiera hombres buenos en la institución -seguramente hay hombres buenos que pelean las guerras y no por eso uno va a estar a favor de la guerra.

De alguna manera siempre son las personas quienes nos alejan de Dios.

Mi santo se llama José y tiene todo de humano y nada de divinidad. José dice que Dios no es bueno ni malo, Dios es justo. También dice que Dios está en todas partes, en todos y cada uno de nosotros. Sólo hay que saber encontrarlo.

La última vez que vi a José me preguntó – con amigable sarcasmo- cómo me iba con mi “renovada fe”, a lo que contesté que todavía estaba viendo en qué creer. Lo único que tenía claro era que no iba a repartir estampitas ni cantarle alabanzas al cordero degollado.

José sonrió y dijo que el único plan de Dios es mostrarle la fraternidad al mundo. Que viviéramos como hermanos:

– “Quiere a tu hermano como a ti mismo”. Tan básico y significa todo, Fósforito. Jesús tocaba a los leprosos que estaban mal vistos, que eran consideraros seres impuros a los ojos de los religiosos y la sociedad de entonces. Jesús sanaba a los enfermos y compartía el pan porque para Jesús el pan se parte y se comparte. Jesús no fue crucificado por repartir estampitas. Jesús fue torturado y crucificado en público para escarmiento de otros posibles subversivos. Jesús cuestionaba los intereses del poder de su época. Los intereses de quienes se enriquecían en nombre de Dios y del Imperio romano que explotaba a los pueblos bajo su dominio. Cuando Dios lo bajó de la cruz lo que hizo también fue revivir esas ideas. Al resucitar a Jesús, Dios homologó la palabra.

Me gusta la versión de José. Eso es Dios o, al menos, lo que quiero que sea. Entonces se me ocurrió que el voto también podría ser una ofensa a Dios: No se puede votar por la muerte y el hambre. No se puede votar por el abandono del hermano. No se puede votar un proyecto donde el 51 por ciento de los niños son pobres -algunos mendigos-, deudores de una deuda insólita, y la mitad de esos niños pobres necesitan comer en comedores comunitarios sino no comen. No se puede votar al que gobierna pisando al débil…

No hay sólo un pecado individual, también hay un pecado social del que Jesús habló, pero que muchos “come santos y caga diablos” prefieren soslayar.

Mientras me despedía de José aquella mañana y me alejaba una idea se apoderó de mis pensamientos, una idea firme, revelada, que se repetía como una letanía:

Votar a Macri es pecado.

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