La última vez que vi a Pablito fue en la calle. Yo estaba trabajando y él intento un saludo al paso, cordial desde la distancia, pero como queriendo no incomodar. Le hice un gesto para que se acercara. Había vuelto a vivir a lo de sus padres después de su enésima separación. Se veía sobrio y con un buen día. Había estado deambulando en casas de parientes y amigos con su familia a cuestas. Pero ya se habían agotado sus chances, su mujer le picó el boleto y se había marchado con las nenas. De todas maneras parecía animado esa mañana. Suele ser así hasta la siguiente recaída.
Había intentado varios berretines para subsistir, pero siempre daban por tierra culpa de la adicción. Hasta que llegó el momento en que su trabajo y la adicción fueron una misma cosa: Se hizo transa y su única expectativa se volvió vender lo suficiente para pagar la merca que consumía y si quedaba algo para vivir, mejor. Después fue sólo vender para consumir.
Hay gente buena con malos hábitos, Pablito era uno. Estimado entre los del palo y siempre rodeado de compañías que se limaban a costillas de él. Siempre desprendido, siempre sufriendo, buscando amigos, comportándose como un payaso que hecha todo al tacho. Siempre prometiendo que iba a ponerse las pilas, que iba a dejar. Siempre disculpándose por lo que había hecho, por lo que era, por lo que no podía dejar de ser.
Pablito había empezado a consumir una composición a base de “merca” (digo “merca” porque nadie puede asegurar que esa porquería sea cocaína de verdad) que se pone en una cuchara con bicarbonato y se calienta al fuego para que una vez fría se forme una sustancia sólida que después se desgrana y se fuma en un caño relleno con “virulana” que hace de filtro y al quemarse también genera otras reacciones químicas que “te la pega en la pera”. Le llaman “Pipazo” o “Cascarrilla” y es la droga del momento entre los pobres y los que buscan una muerte en dosis.
Lo último que se supo de Pablito fue que había perdido todo, que estuvo durmiendo en las calles, que habría querido suicidarse… Ahora está internado en un centro de rehabilitación. Dicen que se levanta temprano y trabaja en una huerta. Que se mueve lento y con dificultad como si estuviera golpeado, que suda y tiembla por las noches. Dijo estar luchando contra su demonio personal y aguantado para no rajarse de ese lugar. Sabe que afuera lo espera el vacío y será difícil no cruzarse con alguno de los treinta transas que conocía. Afuera no hay trabajo como para recuperar la vida y tiene la sospecha de que la enfermedad siempre estará en él. Porque los amigos del reviente ya se encontraron a otro campeón y no hay nadie en casa. Tampoco queda casa.
Pablito tiene que elegir de nuevo… la sobriedad le duele por todos lados… y la fría noche que no suele dar segundas oportunidades…