María arrancó con un almacén modesto. Algo de yerba, leche, pan, huevos, papas y esas cosas que se venden todos los días. La gente del barrio acompañó a María en su nuevo emprendimiento sin importar que lo hubiera puesto justo en la vereda contraria y bien enfrente al almacén donde ella trabajaba hacía dos semanas atrás.
Desde el inicio la competencia se hizo intensa: en los precios, en la atención, en la variedad de productos y servicios ofrecidos y sobre todo en el “lleve y traiga” de los correveidiles que iban de una vereda a otra con el chismerío y la cizaña.
María necesitaba sumar el rubro carnicería para no ceder clientes en la puja con su competidor. Las ventas iban en aumento y los compradores exigían más variedad. Había que satisfacerlos para evitar que cruzaran la calle hacia la competencia y “terminen comprando todo ahí, enfrente”.
María creyó que era una buena idea aceptar uno de esos “prestamos moto mandados” que pululan por las calles ofreciendo pequeñas y medianas sumas de dinero a pagar en cómodas y pequeñas cuotas semanales. Préstamos que se otorgan a sola firma de un pagaré, a veces, y el visto bueno del “levantador”. Un “pagadiario” con intereses que, en el mejor de los casos, tienen un interés del 20 por ciento mensual. Sin embargo, este cálculo pasa a segundo plano por quienes no tienen opción de acceder al préstamo formal y necesitan dinero inmediato.
El negocio marchaba y, poco a poco, los clientes se fueron “haciendo el fiado” y buena parte de las ganancias empezó a quedar “dando vuelta en la calle” y las libretas se llenaban de sumas y restas y saldos…
En los boliches de barrios muchas veces la cuenta corriente se la genera el mismo cliente: “¿Che, me aguantas?” “Che, yo cobro por quincena te pago el sábado…” A diferencia de otras relaciones acreedor/deudor, aquí es el “bolichero” quién suele ser rehén de su clientela que le debe.
- …Y uno para vender… A veces, viste… Les da.
Así empieza una relación no muy clara de necesidad y conveniencia mutua, de generosidad y abuso de ambos lados del mostrador donde por un lado te “pelotean” y por otro te remarcan un poquito más para aguantar la suba de los precios en los productos.
María fiaba sin interés y al mismo precio que en efectivo y de contado. María perdía con la inflación.
Otra parte de la ganancia se empezó a ir – y cada vez más- en alquiler, servicios e impuestos. No había plata que alcanzara para reinvertir y vivir. Si bien la clientela creció, las libretas de los fiados se fueron engrosando y los números en birome de tinta roja empezaron a sobresalir.
A María “le daban a pagar” las medias reces de carne vacuna, pero el plazo del matarife no era el mismo plazo que se tomaba su clientela para saldar las cuentas. La rueda se trabó y la plata que entraba ya no alcanzaba para llenar los estantes. María pidió otro crédito para no dejar “pelado” el negocio: La mercadería subía todas las semanas, cada vez menos proveedores “aguantan” y la plata para “bajar los pedidos” tiene que estar todos los días.
Después escuché que el “motito” que pasaba a cobrar la plata del usurero se llevaba casi toda la ganancia neta del día. A María le estaban quedando chauchas, palitos y para la comida diaria en la zaranda. Quiso ponerse firme con las cuentas y perdió algunos clientes y, con ellos, sus deudas en rojo quedaron sin tachar en el cuaderno de los incobrables.
En una economía donde lo único que crece es el endeudamiento del trabajador y su familia, la motito siguió pasando, inclemente, a cobrar su cuota como todos los días, pero ahora ya no entraba al barrio sólo por María sino también por otros vecinos que también vieron en el “pagadiario” una manera de salir de los apremios cotidianos.
Y María, entonces, perdía con la inflación, con el bajón en las ventas, con los intereses del usurero y los “clavos” de sus clientes vecinos que les daban prioridad a deudas que consideraban más urgentes que pagarle a María la comida que le sacaron.
Los números no mienten: Concordia otra vez una de las ciudades más pobres del país, donde el 70 por ciento de los ingresos no superan la línea de la pobreza. Casi un 10 por ciento de indigencia. Una ciudad de trabajos de cabotaje y pagas de hambre, en la que la ilusión y la esperanza son alimentadas por casinos y salas de juegos, quinielas, casas de empeño, cambio y créditos rápidos. La explotación laboral y la usura son la combinación perfecta para que nada cambie. Porque en el medio de ese peloteo están los que nunca levantan cabeza, los que no tienen oportunidad, los que viven de la asistencia y la caridad, los que viven “a pedal” o en la más absoluta austeridad. Los que engrosan esas cifras que ya ni vergüenza parece que nos da.