Qué sentimos cuando vemos al pobre muy pobre. El que va con su familia en carro juntando basura, frutas podridas y osamentas de animales. Qué nos impide bajar la ventanilla para, por lo menos, responderle al mendigo que hoy no se nos antoja darle una moneda (porque ya dimos un montón de monedas hoy).
En qué nos distraemos para no considerar a ese niño chorreando mocos al atardecer, marcando con sus dedos sucios la chapa del coche recién lavado.
– Ahí vienen a pedir ya.
– Apuráte. Vamos a entrar.
Los pobres son la bofetada de la realidad. Y uno no quiere recibir bofetadas todo el tiempo.
Convivimos con ellos tratando de no notarlos. Algunos tienen edad para estar haciendo cosas como estudiar, mirar dibujitos, soñar una vida… pero ahí están… consumiéndose en la intemperie, recibiendo todo el rechazo y la apatía de la sociedad.
¿Cómo logramos comer en algún restorán de la plaza mientras sus babas se deslizan como lágrimas del otro lado del ventanal?
– ¿Y si mejor subimos a tomar algo a la terraza? ¿No te parece, gordo?
Y de golpe en la ciudad aparecieron los pobres muy pobres de nuevo. Paulatinamente se empezaron a poblar las bocacalles ya no de artistas callejeros sino de mendigos, de limpiavidrios con escobillas que no limpian nada y baldes vacíos. Y encontraste de nuevo el zaguán obstruido por una vieja con olor a orín.
Ya no podes bajar la ventanilla del auto para respirar. Te volvieron a robar la canilla del frente de tu casa. Y no te dejan tranquilo, tocando tres o cuatro veces el timbre por día, pidiendo ropa, comida, lo que sea.
Los aplaudidores aplaudieron que – según datos oficiales- la pobreza bajó en Concordia, pero lo que muchos no dijeron fue que aumentó la indigencia: Hubo pobres que se hicieron más pobres. Pobres entre los pobres de todos los pobres. Los que – algunos incluso con buena presencia- se tiran de cabeza y nadan dentro de los contenedores.
Cuando ocupas un escalón tan bajo en la escala social llegar al último escalón puede depender de si te aumentan la garrafa social o las papas en la verdulería. De casi nada a nada sólo hay un pequeño resbalón – o un pequeño empujón. Por cada pobre menos hay un indigente más. Es decir, son menos los que comen pan y más los que comen hueso.
– Me animo a decir que he visto aquí un desprecio por la vida tan grande como no he visto en ninguna otra localidad.
– ¡Epa! Eso no es políticamente oportuno, jefecito.
La ciudad se vuelve cada vez más gris y peligrosa. No todos los excluidos se quedan mansos, los desesperados no tienen ley, el hambriento no conoce peor castigo que el hambre y los acorralados no tienen otra defensa que el ataque.
La miseria y la marginalidad no entienden las palabras armonía, paz social… Concordia.
En poco tiempo no te alcanzará con rejas y deberás vivir en una jaula. Encerrado cada día más. Temeroso y padeciendo la realidad que elegiste no mirar y las vidas que preferiste despreciar.