El arquitecto
Mauricio Macri se echó a reír. Estaba desnudo, al borde de un risco. Abajo, a mucha distancia, yacía el lago. Las rocas se elevaban hacia el cielo sobre las aguas inmóviles, como una explosión de granito que se hubiese helado en su ascensión. El agua parecía inmutable; la piedra, en movimiento. Pero la piedra tenía la detención que se produce en ese breve momento de la lucha en que los antagonistas se encuentran y los impulsos se detienen en una pausa más dinámica que el movimiento. La piedra relucía bañada por los rayos del sol. El lago era solamente un delgado anillo de acero que cortaba las rocas por la mitad. Las rocas continuaban, inalterables, en la profundidad. Comenzaban y terminaban en el cielo, de manera que el mundo parecía suspendido en el espacio, semejando una isla que flotara en la nada, anclada a los pies del hombre que estaba sobre el risco.
Mauricio Macri es Howard Roark.
No es un secreto, claro, pero nadie le presta suficiente atención cuando señala una y otra vez que El manantial es el libro que cambió su vida. El que releyó una y otra vez. El que le regaló a Juliana Awada para decirle que estaba enamorado. El mismo que le sugirió leer a cada uno de sus ministros cuando se sumaron al gabinete. Un rito de iniciación. La vicepresidenta Gabriela Michetti puede decir que lo supo antes que nadie: ya se lo había regalado cuando le pidió que lo acompañara como vicejefa de gobierno.
No leyó muchos más libros en su vida: le aburren la literatura y la historia. Pocas novelas le atraen, pero las obras de Ayn Rand, El manantial, primero, y La rebelión de Atlas, después, son la biblia de su religión.
Su héroe es —dice— Roark. El arquitecto individualista, envidioso, que no negocia ni un milímetro sus creencias y sus ideas, que fue capaz de destruir un edificio con sus obreros adentro porque no iba a ceder a las críticas ni a las perspectivas de otros sobre lo que él tenía que hacer o decir. El que cree que el altruismo destruyó a la humanidad y que el egoísmo es la fuerza que la salvará. El que divide la sociedad entre creadores y parásitos, y cree que la hidalguía es un invento para debilitar la fuerza de los buenos.
Por eso nunca recibe consejos, de absolutamente nadie. Cuando toma sus grandes decisiones, se encierra en sí mismo mientras finge que escucha, o convierte las conversaciones en intercambios triviales para así no dar el brazo a torcer. Está dispuesto a llegar hasta el final por lo que cree y no atiende a las advertencias cuando le plantean catástrofes por venir. Así creció, dice Macri una y otra vez.
Así se preparó para ser presidente. Sin dudas, sin miedos.
—Qué le voy a tener miedo a estos —dice.
Con un gesto leve del mentón señala la ventana y deja que la mirada se suspenda en algún punto allende la Plaza de Mayo.
—Qué le voy a tener miedo a nadie… Si crecí con el peor enemigo pegado a mi espalda. Y encima era mi papá.
Con esa convicción, Macri ingresó a la Casa de Gobierno el 10 de diciembre de 2015 para llevar adelante desde allí el proyecto liberal más ambicioso de la historia argentina que se haya puesto en marcha desde finales del siglo XIX. El mismo modelo que a lo largo de casi dos siglos defendieron los sectores empresarios, terratenientes y financieros ligados al capital internacional, e impulsaron mediante gobiernos democráticos o dictaduras militares. Y ahora, por primera vez, se despliega tras un triunfo en elecciones democráticas, y de la mano de un líder nacido, educado y formado en una familia fruto de la burguesía empresaria y la derecha oligárquica tradicional.
Para hacerlo, Macri no tuvo empacho en refundarse a sí mismo.
En algunos meses destruyó a su familia paterna y construyó una nueva, glamorosamente perfecta, exhibida como trofeo en los medios de comunicación y las redes sociales.
Le inició a su padre un juicio por insania hasta hacerlo renunciar a todos sus bienes; mientras la familia lloraba la muerte de su hermana mayor, Sandra, él internó a su hermana menor, Florencia, en una clínica psiquiátrica. Se distanció de su hermano Mariano y puso a su hermano Gianfranco a cargo de los negocios compartidos. Se rodeó de sus amigos del colegio Cardenal Newman y de las relaciones sociales de su madre, Alicia Blanco Villegas. Transformó las empresas heredadas de su padre en fondos de inversión, transfirió las acciones de sus constructoras a testaferros e hizo que sus principales socios, su primo Angelo Calcaterra y su amigo Nicolás Caputo, hicieran lo mismo.
Cambiaron de socios y diseminaron sus valores y propiedades en múltiples fondos de inversión y en empresas radicadas en paraísos fiscales para que sus fortunas y sus negocios resultaran imposibles de rastrear.
Comenzó así el intento más potente de la derecha argentina desde el proyecto de refundación nacional de la dictadura militar que desalojó a un gobierno constitucional el 24 de marzo de 1976. Los sectores empresarios, mediáticos y financieros que habían administrado el Estado por medio de golpes militares, conspiraciones y alianzas con los sectores gobernantes o formando parte activa pero disimulada dentro de los partidos populares, por primera vez en la historia reciente llegaron al gobierno elegidos por los votos de la ciudadanía y representados por un hijo dilecto, nacido, formado y educado en ese grupo social, político y económico.
Desde el 10 de diciembre de 2015 Mauricio Macri instauró un gobierno con prácticas totalitarias que avanzó sobre el control total de la Justicia, manipuló la conversación pública y privada y reprimió la protesta popular, sin ser totalitario. Un gobierno al mismo tiempo extremadamente liberal en lo económico, hijo pródigo del capitalismo financiero y el flujo de capitales líquidos, pero que en la política eligió el abuso de los decretos de necesidad y urgencia y la persecución a los opositores. El mismo patrón de otros gobiernos en los márgenes del Estado de derecho ahora sostenido por el marketing moderno y el uso intensivo de las herramientas del Big Data y la política 2.0.