Dos mujeres relataron el horror que enfrentaron durante la dictadura militar

Hilda Susana Richardet y Oliva Leonor Cáceres, ambas secuestradas durante la última dictadura cívico-militar, relataron al juez federal Leandro Ríos los crueles maltratos a que fueron sometidas por parte de policías y militares, la falta de atención médica de las heridas que sufrieron y la responsabilidad de muchos de los imputados en torturas físicas y psicológicas, privaciones ilegales de la libertad, apremios ilegales y abusos. Como en los anteriores testimonios, el nombre del represor Jorge Humberto Appiani se oyó muchas veces en la sala; también el de la exdirectora de la cárcel de mujeres de Paraná, Rosa Susana Bidinost, el del médico del Servicio Penitenciario, Hugo Mario Moyano, y el apodo por el que se hacía llamar el torturador más siniestro de todos: un tal Ramiro.

Fue la sexta audiencia del plenario de la megacusa Área Paraná, que se lleva adelante con presencia de público y medios de prensa en la sala de la Cámara Federal de Apelaciones, en 25 de Mayo 256. Los que eligen no estar presentes son los ocho imputados que tiene la causa: José Anselmo Appelhans, Carlos Horacio Zapata, Cosme Ignacio Marino Demonte, Alberto Rivas, Oscar Obaid, Appiani, Bidinost y Moyano.

Hilda Richardet fue detenida en su lugar de trabajo, en Diamante, el día 6 de diciembre de 1976, por un grupo de personas entre quienes se encontraba el policía Francisco Luis Armocida (separado del juicio por razones de salud) y el tal Ramiro. Fue conducida a la Jefatura Departamental de Policía. Luego de un viaje en automóvil de 30 a 40 minutos, la obligaron a descender, encapuchada y esposada, y la condujeron a un lugar donde comenzó a sufrir torturas con picana eléctrica, amenazas y salvajes vejaciones de todo tipo. Luego fue llevada a los calabozos de los cuarteles de Paraná y de allí a la Unidad Penal 6. Fue obligada a firmar documentos y fue llevada ante un Consejo de Guerra que realizó una parodia de juicio.

“Vi cosas terribles, de un sadismo tremendo. Las compañeras que estaban detenidas desde antes que yo sufrieron incluso más que yo. Torturas delante de familiares, cosas tremendas”, expresó.

En el primer lugar donde sufrió tormentos fue revisada por alguien que parecía tener conocimientos médicos pero que no pudo identificar. Le miró las heridas de la picana con una linterna y le dijo: “Si salís viva de acá hacete ver esos pechos, porque podés tener problemas el día de mañana”. Ella le pidió agua, pero el hombre se lo negó ya que –le explicó– podía provocarle un paro cardiaco por la descarga eléctrica que había recibido. También le pidió, temblando, la medicación que necesitaba tomar para el tratamiento de su epilepsia. “Ya vamos a ver qué hacemos”, le contestó el hombre.

Allí ella escuchaba siempre la voz de Ramiro en las torturas. Lo escuchaba también hablar por un equipo de radio. Oía ruido de aviones cercanos y los gritos permanentes de personal militar: “Acá está la guerrillera. Hay que matarla”. En ese lugar apareció alguien que se paró delante de ella. Le vio los borceguíes. El hombre le levantó la capucha, vio el color de su pelo y le dijo: “Qué hacés, Colorada, acá”. Después sentía el sonido de una máquina de escribir y risas y burlas. “¿Y a esta pelotuda qué nombre de guerra le ponemos?”, preguntó uno. “Ponele Colorada”, contestó otro. Así armaban las declaraciones falsas. Ni Ramiro ni el que le inventó el apodo tenían tonada entrerriana; más bien parecían porteños o rosarinos.

Al llegar a la UP 6 la atendió el médico Moyano. Ella le mostró los hematomas en su cuerpo. Ante una pregunta de la abogada representante de la organización H.I.J.O.S., Florencia Amore, precisó luego que el hombre le preguntó qué tenía en el pecho. “Picana”, respondió. “No es nada, está todo bien”, exclamó el otorrinolaringólogo imputado y se retiró sin tomar ninguna medida y omitió denunciar lo que había visto.

Un día, en la oficina de la directora del Penal, apareció Ramiro a cara descubierta. “Firmá esto o te llevo y te hago lo mismo que antes”, le advirtió. Richardet firmó el papel sin posibilidad de leer nada.

A Appiani lo conoció cuando se apersonó en la cárcel con la lista de defensores que ella debía elegir como acusada ante el Consejo de Guerra. Se presentó como “auditor” de ese tribunal militar. Cree que era la voz de él la que la obligó a firmar otro papel, en otra oportunidad, en la Casa del Director de la Unidad Penal 1. Estaba encapuchada y con el caño de un arma apoyada en la cabeza. “¿Así que vos sos Pepita la pistolera? Firmá porque te va a ir mal. Mirá todo lo que hiciste”, le advirtió. Volvió a ver a Appiani cuando se sustanció el Consejo de Guerra en la sede del Comando de Brigada, en enero de 1977. Daba directivas, se notaba que se manejaba como una autoridad.

El ruido de la picana

Oliva Cáceres fue detenida la madrugada del 24 de marzo de 1976 en Diamante. Luego de pasar por la Departamental de Policía fue llevada junto a otros detenidos a los cuarteles del Ejército en Paraná. Luego fue trasladada a la UP 6 antes de ser enviada a la cárcel de Devoto. De la Unidad Penal 6 de Paraná era sacada a sesiones de torturas en una construcción precaria que denominó “tapera”, ubicada en zona descampada. Allí estuvo durante diez días esposada de pies y manos al elástico de una cama. Debió presenciar incluso torturas hacia su padre, también detenido. La testigo relató, ante el juez, las partes y el público, cómo manejaban la picana los represores. La voz de Ramiro estaba allí presente.

“Lamento que no esté presente Bidinost, que era la persona que nos entregaba (a los traslados a las sesiones de tortura). Ella abría la puerta para que nos encapucharan antes de llevarnos y la volvía a abrir cuando regresábamos”, dijo mencionando a la directora del penal femenino. “Ella nos veía llegar hechas percha; lastimadas, ultrajadas, quemadas. Si ella estuviera acá tendría la oportunidad de decir quién le daba las órdenes”, manifestó. Apeló también a todos imputados, ausentes en la sala, a que aporten lo que saben a “la verdad histórica”, para que se esclarezca el destino de los desaparecidos y “puedan mirar a los ojos a su propia familia”.

“El ruido de la picana no se olvida. Las voces no se olvidan. El olor de la mugre no se olvida”, sostuvo Cáceres, a quien hasta hace poco el sonido del torno del dentista la hacía retroceder a aquellos momentos. “Las voces son incofundibles. La de Appiani y la de Ramiro las tengo acá –dijo señalándose la cabeza– porque ellos se encargaron de dejármelas grabadas a fuego”. Appiani, como cuentan casi todas las víctimas, la hacía firmar declaraciones encapuchada y bajo amenazas. Y lo vio actuando a cara descubierta en los Consejos de Guerra.

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