Cuando el negocio de la capacitación es violencia

Advertencia al lector: el siguiente artículo solo puede gustarle a quien no sea parte del negocio

Es innegable que el estado ha incrementado el porcentaje del PBI destinado a educación, se han volcado recursos a enviar bibliografía actualizada a las escuelas, construir edificios escolares, incrementar el número de cargos docentes y horas cátedra, realizar numerosas capacitaciones a docentes.

¿Y entonces?

¿Y los docentes, cómo están? En su lenguaje referido a su trabajo es frecuente oír palabras como “competir” y “ganar”; para ello corren de curso en curso, juntando papelitos, constancias y puntos para concursar. Claro, así nunca queda tiempo para leer, pensar y escribir, por ejemplo, actividades que en pasadas y mejores épocas eran inseparables de la actividad docente.

El cuento de este fracaso inocultable empezó así:
Hace más o menos una década, en Entre Ríos, tuvieron la genialidad de introducir el criterio de especialización para los concursos en el nivel terciario. Y de ahí, se inició la industria sin chimenea, pero igualmente contaminante, de los postítulos. Instituciones de formación docente, organismos gubernamentales o no gubernamentales, se lanzaron a la oferta de postítulos, cuyo mayor puntaje era proporcional a la cercanía con el gobierno.

Con aplicación generalmente arbitraria y grosera, los ocasionales evaluadores de Jurado de Concursos y luego los Consejos Evaluadores, dejaron “fuera de concurso” a docentes con carreras y trayectorias importantes, porque un recién egresado aparecía con el “último curso o postítulo que había que tener” –uno para cada materia de los planes de estudios-.

El profesor de Didáctica II, por ejemplo, podía no tener “especialización” para Didáctica I; así tuviera, además del título docente competente, una licenciatura en ese campo. Las carreras universitarias no son consideradas “especialización”; no vaya a ser que a los maestros y profesores se les dé por ser además profesionales universitarios.

No, nada de eso; es mejor que se alienen corriendo de curso en curso y que nunca sea suficiente, así sabrán cuál es su lugar, siempre por debajo de las “autoridades intelectuales”, que les dictan los cursos, publican los libros, pasean con fondos públicos por conferencias, congresos, jornadas.

Para el gusto exigente de los evaluadores –con frecuencia ellos mismos tristemente desprovistos de antecedentes académicos-, muchas veces no había candidatos aptos para cubrir las cátedras del nivel terciario, y dejaban una y otra vez desiertos los concursos, y a los alumnos de los profesorados sin clases durante meses. De paso, se ahorraban meses de sueldos.

La normativa para concursos en el nivel superior fue haciéndose cada vez más engorrosa, un fárrago de resoluciones incoherentes, solo comprensible para un estrecho y selecto círculo, cercano a algún funcionario que se lo explicara. (Y susceptible de modificarse con una resolución ad hoc cuando el interés de algún amigo lo requiriese).

Los gremios docentes se enredaron en discusiones bizantinas de artículos e incisos, pero manteniendo el meollo de esta forma de entender la capacitación como una empresa o kiosco. Cada sector pugnaba por obtener su parte en la quinta de la capacitación reconocida con puntaje, y todos coincidían en la necesidad de “capacitar” o iluminar a una docencia a la que se considera por lo general reaccionaria y con pocas luces.

En el Profesorado de Educación Primaria y Educación Especial, durante la rectoría de la Prof. Susana Fourcade, la Lic. Carmen Salvarredy y yo realizamos una formación docente continua, a contramano de ese estado de cosas. En este mismo blog están publicadas las revistas “Sala de Profesores y Maestros”, Nº 1 y 2, resultados de dos capacitaciones virtuales para los maestros de las escuelas primarias donde nuestros estudiantes realizaban sus residencias.

Esas capacitaciones no tuvieron reconocimientos en puntaje por parte del Consejo General de Educación porque las formas virtuales aún no estaban reconocidas –años 2009 y 2010- por la burocracia y la normativa.

Eso no nos importó: disfrutamos mucho de poder realizar la experiencia de otra forma de capacitación consistente en escuchar a los maestros, darles la palabra sobre problemas como la alfabetización inicial o el llamado “fracaso escolar” (“fracaso en la escuela” objetarían los críticos; y, mientras, en las universidades dedican años y recursos del estado a realizar “investigaciones” con todas las pesadas formalidades académicas, para demostrar por qué esta es la denominación apropiada).

Sea como sea que se llame, todos sabemos de qué estamos hablando: de esos chicos que, privados de derechos básicos como alimentación, salud, vivienda, familia, también se ven excluidos del sistema escolar. Y mientras los académicos discuten –y viven de ello y gozan de prestigio social-, y los organizadores de cursos y postítulos engordan sus carpetas de antecedentes y sus CV; los chicos, los padres y los maestros siguen soportando el peso de esta frustración colectiva.

En esos números de “Sala de Profesores y Maestros”, los maestros dejaron sus voces, sus textos, que hablan de la ausencia del estado en servicios sociales y de salud; y de la impotencia y soledad del maestro frente a un drama social creciente.

Luego, en la Década de la Alfabetización de la UNESCO (2003-2012), vinieron los programas salvadores, los “erradicadores del analfabetismo”, como los denomina la pedagoga ecuatoriana Rosa María Torres.

Una funcionaria del CGE picó en punta e introdujo en las escuelas, primero sin siquiera pasar por la Supervisión Departamental de Escuelas, el programa “Todos pueden aprender”, que, con una fórmula a seguir al pie de la letra, prometía eso, que todos aprenderían. Acordó luego con las autoridades educativas que en las escuelas que aplicaban este programa, los niños no repetirían el primer grado. Luego esto, llamado “promoción asistida” se generalizó a todas las escuelas. Conozco padres que concurrieron a las escuelas pidiendo que hicieran repetir a su hijo porque no había aprendido a leer y escribir.

Pero ese detalle era lo de menos. Suponemos que a esta altura, la funcionaria ya habrá presentado a la UNESCO las estadísticas de disminución de la tasa de repetición y deserción en primer grado de la escuela primaria, que en Concordia entre 2004 y 2005 era de un 18,23 % y un 5,12 % respectivamente (según datos del Departamento de Estadísticas y Censos del CGE).

Otro programa entró en competencia, el de la fundación Arcor, ofreciendo a las escuelas materiales didácticos y capacitación docente, a condición que se aplicara tal cual, acríticamente.

En una de esas reuniones donde vinieron las coordinadoras, una docente de una escuela muy humilde de nuestra ciudad quiso compartir la alegría de que sus nenes de primer grado –hijos de cartoneros, carreros, changarines-, a mitad de año, ya leían y escribían merced a un buen trabajo de equipo en la institución, con coordinación entre nivel inicial y primario.

Contó los recursos y actividades empleados, pero… ¿qué creen? ¿Qué recibió aunque sea una palabra de reconocimiento y aliento? No, la “especialista” la cuestionó porque no había aplicado un par de pasos de la receta dada.

¿Qué tendrían que decir ante los resultados de las prueba PISA, los especialistas de la UNESCO, de los programas, de las universidades, todos los “capacitadotes”? ¿Dónde están que no se hacen cargo?

Mientras, una vez más, los únicos que quedan con los problemas son las víctimas. Y los maestros. Y algunos pocos trabajadores comunitarios, como el padre Andrés Servín, de la Parroquia Gruta de Lourdes, que el pasado mes de diciembre invitó a sumarnos a una marcha por la paz en su barrio de la zona sur. Partía el corazón andar por esas calles de miseria y desamparo, de chicos descalzos, de violencia, de ausencia total del estado. Dos problemas graves denunciaban esos vecinos: la deserción escolar y la violencia, especialmente la originada por las drogas. Las autoridades políticas, judiciales, escolares, policiales no estuvieron en esa marcha.

Antes no habían asistido cuando fueron convocados a una reunión en el barrio. ¿Habrán ido luego? ¿Irán alguna vez a dar respuestas, cara a cara con los pobres, en nombre de los cuales se enarbolan tantos discursos de derechos humanos, justicia e inclusión?

Por ello, cuando leo noticias de postítulos, escuelas, carreras, cursos, capacitaciones en derechos humanos o trabajo social, pienso en todos los recursos públicos que estarán financiando el brillo y la vanidad intelectual y social de unos pocos, mientras hay pobres en Argentina que no tienen pan, atención médica, o incluso agua.
“Tengo hambre de agua” decía una niña en el noreste por la televisión. Y no hace falta la TV para ver las injusticias en este país.

¿Hace falta “concientizar”, enseñar, escribir, decir en conferencias algo más? ¿Qué nos van a enseñar? ¿Que el agua es un derecho? ¿Que la violencia es mala?

Vergüenza me daría dar una conferencia, publicar un libro, escribir una investigación, hacer un proyecto sobre derechos humanos, y presentarme como una autoridad en el tema, mientras haya un solo argentino que no tenga agua o pan.

(*)
Profesora de Castellano, Literatura y Latín – Licenciada en Lenguas Modernas y Literatura. Trabajó como docente de Lengua, Literatura y su Didáctica I y II, y de Alfabetización Inicial; en el Profesorado de Educación Primaria y Educación Especial (2001-2012; Concordia, Entre Ríos, Argentina)

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