Caen en manos de las redes de trata 500 adolescentes por año

Para los argentinos, la “desaparición forzada” es un delito íntimamente ligado a la última dictadura militar, al accionar de los grupos de tareas y a los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado. Sin embargo, también hubo y hay ejemplos ocurridos en democracia. No se trata ya de un plan sistemático como el que aplicaron los genocidas vestidos de uniforme que en los ’70 se apoderaron del aparato estatal, sino de casos donde se tiene la firme sospecha de que miembros de las fuerzas de seguridad están involucrados –de forma directa o por connivencia– en la desaparición de una persona.
Nombres como los de Jorge Julio López –testigo clave en un juicio por crímenes de lesa humanidad–, Marita Verón –caída en las manos de una red de tratantes–, Miguel Bru, Iván Eladio Torres y Luciano Arruga –tres casos donde se investiga a efectivos de la policía– son claros ejemplos, pero no son los únicos.
A partir de que el pasado 13 de abril se incorporara al Código Penal el delito de desaparición forzada a manos de funcionarios públicos o de individuos que actúen con la asistencia o protección del Estado, Tiempo Argentino buscó ponerle cifras a este fenómeno delictivo. De ese relevamiento se desprende que muchas de las personas que hoy no tienen paradero conocido pudieron ser víctimas de desaparición forzada.
No son números oficiales, porque aún no los hay, pero surgen de una reconstrucción hecha a partir de las fuentes más reconocidas en la materia, incluidos cuatro entes gubernamentales y tres organizaciones de la sociedad civil. Se trata de aquellos episodios donde las autoridades y los especialistas tienen motivos para sospechar de la actuación de las fuerzas de seguridad, ya sea en casos de “gatillo fácil” o –como sucede en la mayoría de los hechos– en calidad de garantes para distintas modalidades de trata de personas.
Es, justamente, el tipo penal detallado en la flamante Ley 26.679, que condena a quien, “actuando con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, de cualquier forma, privare de la libertad a una o más personas”, seguido esto de la negativa a brindar información con respecto a los paraderos.
En la justicia argentina abundan las causas donde efectivos policiales y de otras fuerzas están implicados en episodios de esta naturaleza, uno de cuyos terrenos más fértiles es el tráfico de personas, mayormente con fines de explotación sexual y laboral.
Según los datos que manejan la diputada nacional Fernanda Gil Lozano, de la Coalición Cívica (CC), y organismos como la cooperativa de trabajo La Alameda y la Red Alto al Tráfico y la Trata (RATT), por año en el país desaparecen unos 500 adolescentes, niños y niñas a manos de estas redes, para ser explotados en los miles de prostíbulos que existen en todo el país.
Desde agosto de 2008 a abril de 2011, la Oficina de Rescate y Acompañamiento a Personas Damnificadas por el Delito de Trata, del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, llevó adelante 911 allanamientos en todo el país, en los que detuvo a 767 personas y rescató a 2130 víctimas, de las cuales 1827 fueron mayores y 303 menores.
Pero las fuentes consultadas consideran indudable que la cifra es muy superior. Viviana Caminos, coordinadora nacional de la RATT Argentina, indicó que “habría que multiplicar por lo menos por cuatro a esos rescates para acercarnos a la realidad”. Siguiendo el cálculo que propone Caminos, el número de personas que aún permanecen a manos de sus captores superaría las 8500.
La mayoría de las veces son esclavas sexuales, indocumentadas y llegadas de países limítrofes. “Dije por cuatro como podría haber dicho por diez, ya que cada vez son más las víctimas que se rescatan”, agregó Caminos, para quien “el tema no está tan visibilizado en las comunidades más lejanas, en las zonas rurales y pobres, que son las más elegidas para reclutar a las víctimas”.
La coordinadora nacional de la RATT agregó que “no todos logran que la policía les tome la denuncia y si lo hacen, luego comprobamos que muchas veces los tribunales ordinarios no investigan el caso como trata”. Ante este escenario, Caminos también consideró fundamental marcar con claridad las diferencias entre estos episodios y las privaciones ilegítimas de la libertad perpetradas sistemáticamente entre 1976 y 1983 por el último gobierno de facto (ver recuadro).
Otra estadística consultada por este diario fue la del Registro Nacional de Información de Personas Menores Extraviadas (RNIPME), organismo que también depende de la cartera de Justicia y Derechos Humanos, que encabeza el ministro Julio Alak.
Entre 2003 y 2010, el RNIPME recibió 15.697 denuncias. El coordinador del área, Sebastián Díaz, explicó a Tiempo que de ese total, cerca del 5% –en este caso, 784 chicos– son derivados a la justicia para que se investiguen posibles delitos de trata. Dicho de otra manera, no se extraviaron. Los robaron.
Para Gustavo Vera, titular de la ONG La Alameda, en el caso de la trata para comercio sexual “hay una colaboración estrecha de la policía, que participa a través del cohecho para proteger a los prostíbulos”. Vera detalló que “para que una red de trata funcione necesariamente existen complicidades de algún integrante del Estado, ya sea para cruzar la frontera, trasladarse por el interior del país o recibir información de los procedimientos judiciales. Y, obviamente, para cuidar el prostíbulo”.
Según los cálculos realizados por La Alameda, “hay unas 60 mil esclavas sexuales en toda la Argentina, repartidas en cerca de 8000 prostíbulos, a razón de entre siete y diez mujeres por lugar. Sólo en la Capital Federal existen 1000 cabarets”.
En cuanto a los casos de reducción a la servidumbre por explotación laboral, es decir, aquellos donde trabajadores –muchas veces niños– son recluidos en los talleres clandestinos o en los campos para la época de la cosecha, Gustavo Vera sostuvo que hoy medio millón de personas estarían en esa condición.
Por su parte, Mario Ganora, a cargo de la Unidad de Supervisión del Derecho Supranacional de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad, consideró que “nadie puede armar una red de trata de personas sin el apoyo de las fuerzas de seguridad”.
Fuera de todo conteo queda una cifra negra, inasible, de hechos donde se sospecha que los uniformados fueron responsables directos. “Es común que a los efectivos se les vaya la mano en las torturas y terminen asesinando. Luego desaparecen el cuerpo y como ellos son los mismos que instruyen las causas, desvían las investigaciones”, explicó, sin medias tintas, María del Carmen Verdú, titular de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI). Esta organización cuenta con una importante base de datos, conformada a partir de denuncias propias y otras elaboradas sobre artículos periodísticos, con la que sus miembros analizan las muertes a manos de uniformados, incluidos los empleados de agencias privadas.
Desde 1983 hasta la actualidad, la CORREPI registró 3093 hechos, de los cuales consideró que 56 fueron desapariciones: 25 estuvieron un tiempo sin paradero y luego fueron hallados los cuerpos, en tanto que 31 todavía continúan sin aparecer.
Estadísticas similares posee el Programa Nacional de Lucha Contra la Impunidad, de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, que registró 80 casos hasta 2007, año de los últimos relevamientos disponibles.
Si la justicia considerara que los distintos hechos antes reseñados deben investigarse bajo el marco de la nueva normativa, a los culpables les cabría una pena de diez a 25 años de prisión, así como la inhabilitación de por vida para ejercer función pública o vinculada a la seguridad. La condena será a reclusión perpetua en el caso de que la víctima muriera o fuera una mujer embarazada, un menor de 18 años, un anciano mayor de 70 años o una persona nacida en cautiverio.
Además, mediante la incorporación al Código Procesal Penal del Artículo 215 bis, se prohíbe a los jueces y fiscales archivar los expedientes hasta tanto no se logre la aparición o la restitución de la identidad de la víctima.
Antes de que se sancionara la Ley 26.679, la justicia podía abordar estos delitos a través de diferentes herramientas legales, pero al no estar específicamente normados, se facilitaba la impunidad en la “compra y venta de personas, la desaparición para la extracción de órganos o explotación laboral y sexual”, como explicó Ganora, de la defensoría porteña. De igual manera, los jueces y los fiscales gozaban de cierta discrecionalidad para aplicar los tratados internacionales que había firmado la Argentina.
Al respecto, la normativa aprobada en abril pasado por diputados y senadores faculta al juez para que, de oficio o ante el pedido de las partes, separe a las fuerzas de seguridad de la causa cuando se sospeche que alguno de sus miembros pudo participar de los hechos investigados.
Con esta nueva ley, pedida y celebrada también por los Organismos de Derechos Humanos (ver recuadro), se llenó ese vacío legal que impedía afrontar con recursos específicos los casos de desaparición forzada ocurridos en democracia.
Ahora, resta un trabajo urgente.

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