Tuve suerte en la vida. Educación, pareja, vivencias, una rara conciencia nacida no sé de dónde (no de la familia), y en definitiva una resistencia desde lo más profundo, relacionada hoy con los hijos que no se merecen esta historia y este dolor, hicieron posible que con casi cuarenta años me atreviera a nombrar al innombrable (persona/abuso) en un espacio de terapia. No creo que eso me salve del dolor pero por lo menos, me quitó las pesadillas casi diarias reviviendo situaciones.
Reúno todas las condiciones que las estadísticas destacan: el abuso era perpetrado por mi padre, familia de clase media, en la misma casa donde vivíamos, por largos años, desde la niñez (nueve años) hasta la adolescencia (dieciséis años), mi madre nunca supo o no quiso ver, no sé si mi hermana pasó por lo mismo y no me atrevo a preguntarle. Cargo con todas las marcas: la desconfianza en las personas, el miedo al abandono y a la traición, y una defensa innata… por las dudas.
Soy educadora. No han sido pocas las veces que encontré en miradas de niños las señales de situaciones semejantes. Me comprometí con ellos como hubiera querido que alguien lo hubiera hecho conmigo y luché. Limitada, muy limitada, porque es un tema de muy difícil acceso, abordaje, seguimiento. Nadie quiere involucrarse. Pocos tienen herramientas válidas para hacerlo.
Es complicado para mí contar esto. Siento que me duele el cuerpo a medida que escribo.
Hasta que alguien me toque, por casualidad o por afecto, me causa una cierta impresión, menos con aquellos pocos con los que estoy acostumbrada (y hasta un cierto punto, en verdad). La piel me avisa lo que la mente se niega a pensar. Es como un estado de alerta continua. Aunque hace ya tanto tiempo, hay cuestiones que se mantienen intactas. Murió el innombrable pero dejó todo tan lastimado que a veces los espacios y los tiempos se confunden por un instante… y es como que el peligro estuviera latente. No es justo. Hay horrores de donde no se vuelve. A veces sólo se olvidan por un rato.
No quiero contar cuánto me han auxiliado aquellos a los que he amado, aquellos con los que es bueno estar juntos. No quiero explicar el alcance que tiene la voz del niño y del adolescente, mis alumnos, para mantenerme entera. Sospecho que sería una obviedad.
Solamente algo más. A aquellos que como yo han transitado este dolor y quizás, con suerte, hoy solo lo cargan como una mochila porque han podido desprenderse de las culpas inexplicables, de las pesadillas, y no han optado por descargar en otros su soledad (porque en ese horror uno está inmensamente solo), traten de poner en palabras lo vivido. Contar. Porque, ¿saben?, cuando mis hijos eran chicos y tenían pesadillas, como muchos niños, los abrazaba y les decía que si contaban los sueños feos, éstos no volvían. Y así era. Yo tardé una eternidad en aplicar para mí la fórmula.
Una concordiense.
