El escalofriante relato de una víctima de Patti, explica porque su detención es un acto de estricta justicia y no persecución política

“Dado vuelta y sumergido en el arroyo, su Fiat 128 comenzó a llenarse de agua. Tomó una bocanada del poco aire que quedaba y, como pudo, buscó una salida. Algo dormido por el somnífero que le habían dado y mientras el agua lo tapaba, ubicó un agujero en el parabrisas y logró salir. Sin asomarse a la superficie para que no lo vieran, se alejó nadando y se escondió. Cuando sus captores se habían ido, volvió al auto a buscar a su amigo. Lo encontró muerto, en el asiento trasero.
Era el fin del cautiverio que sufrieron, entre el 16 de febrero y el 6 de marzo de 1977, el ex diputado peronista Diego Muniz Barreto y su secretario, Juan José Fernández, dos de las víctimas de la causa por la que el mes pasado se ordenó la detención del ex subcomisario Luis Patti.
El juez federal de San Martín Alberto Suares Araujo piensa que el ex policía participó de la captura de las víctimas, en Escobar. Muniz Barreto murió en el auto que sus asesinos habían arrojado a un arroyo de Villaguay, Entre Ríos, para simular un accidente. Fernández logró escapar y se refugió en la casa de un amigo escribano. Allí escribió un relato pormenorizado de su cautiverio. A las pocas semanas, se exilió en España, donde murió en 1985. Su testimonio es una de las pruebas citadas para el juez en el procesamiento de Patti, dictado el miércoles”.
Así inicia la nota el periodista Gabriel Sued del diario La Nación, quien señala haber accedido a un escrito de 31 páginas.
“Todo comenzó el 16 de febrero de 1977, en una carnicería de Escobar. El ex diputado, un dirigente de 43 años y su secretario, un rugbier de 26, había llegado hasta allí en un Fiat 128, de Fernández. De pronto, un hombre los encañonó con un revólver, los detuvo y los llevó a la comisaría, ubicada a cuatro cuadras. En su relato, Fernández dijo que el captor no se había identificado. Pero, desde la seccional, Muniz Barreto logró sacar tres mensajes en los que precisó, según declararon testigos, que los había arrestado un policía que se había identificado como Patti.
A las 48 horas, fueron trasladados a la Unidad Regional Tigre. Después, los llevaron al centro clandestino de detención de Campo de Mayo. Los encerraron en un cuarto, en el que sólo había un colchón tirado en el piso y una lata con pis. Luego de dos semanas en las que sufrieron con los gritos de otros detenidos, les llegó la hora a ellos. «El 3 de marzo, uno dice: «Muniz, vení». Diego sale y ya no lo veré hasta el domingo 6. A la media hora, empiezo a sentir sus gritos.»
En la medianoche del 5 de marzo, uno de los represores despertó a Fernández y le ordenó que se bañara y se afeitara. «Te vas en libertad», le dijo otro. Lo subieron, esposado y encapuchado, al asiento trasero de un jeep, junto con Muniz Barreto. Luego de un trayecto corto, les vendaron las muñecas y los tobillos. Después los subieron a cada uno en el baúl de un auto. Tras ocho horas de viaje, llegaron a Entre Ríos.
Fernández no aguantaba más. «Con el calor del mediodía, el calor del caño de escape y la falta de aire, el lugar era insoportable, todo agravado por la capucha que tenía puesta. La posición encogida y las manos atadas a la espalda con las cadenas me tenían totalmente acalambrado y estaba a punto de perder el conocimiento. [ ] Estaba seguro de que me iba a morir en el baúl.»
De pronto, los autos se detuvieron. Los captores les sacaron las cadenas y las capuchas. Entonces, Muniz Barreto pidió agua. «Dentro de un rato vas a tener toda el agua que quieras», le contestaron. «Los cinco individuos que nos llevaban se apartaron de donde estábamos Diego y yo. El me contó que lo habían torturado con la picana eléctrica durante tres días y que durante el viaje en el baúl pensó que se volvía loco.»
Después, uno de sus captores les dijo que les pondrían una inyección para que se tranquilizaran. Era un líquido blancuzco. «Uno me preguntaba si me había hecho efecto y yo le decía que un poco. En ese momento estuve a punto de pedirle que me aplicara otra inyección, porque, de acuerdo con las conversaciones que había escuchado, tenía miedo de que nos ahogaran y pensé que era mejor que me ahogaran dormido, pero Dios me tuvo de la mano porque no sé por qué no dije nada. Y comencé a tratar de aparentar que me hacía más efecto del que me estaba haciendo.»
A la rastra, los represores ubicaron a Fernández en el asiento del acompañante de su Fiat. Muniz Barreto estaba acostado atrás, completamente dormido. Era de noche. Estacionaron el auto junto a un arroyo. Uno de los captores rompió el parabrisas de una pedrada y, con el impulso, el auto se desbarrancó. Tras escapar nadando, Fernández subió a la ruta. Un rastrojero lo llevó hasta Paraná, donde buscó un hotel para alojarse. Le fue imposible. Su estado era deplorable: le faltaba un zapato, estaba todo mojado y tenía manchas de sangre en la camisa.
Sin que Fernández lo advirtiera, el conserje llamó a la policía, que llegó y lo detuvo. Imaginó lo peor. Por miedo a alguna represalia, aseguró que había tenido un accidente. Lo encerraron en una comisaría de Paraná y, al día siguiente, en una de Villaguay, donde pasó diez días. El temor de que volviera a buscarlo lo atacaba a cada instante y lo ponía al borde de la locura. El 18 de marzo de 1977, a un mes de su detención en Escobar, recuperó la libertad.

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