A veces, sólo a veces, cuando madrugo un poco más de la cuenta, me asomo unos segundos a la vereda, mientras se calienta el café, para ver como se presenta el día. Calculo cuánto abrigo deberé echarme encima para salir en la moto, si podré prescindir de los guantes, si hará falta que me ponga una calza o un jogging bajo los jeans. Pocas veces lo hago. Por lo general me visto a tientas y por instinto porque la fiaca y el frío me retienen en la cama hasta cuando ya no queda casi tiempo y uno tiene que salir a las disparadas sin siquiera poder pasarse el peine para bajar los tres pelopinchos rebeldes que todavía conserva.
Fue en una de esas escasas y recientes ocasiones, en la que me asomé a la vereda para tantear el día, cuando por primera vez me sentí horrorizado al verla. Lo primero que vi fue un bulto andrajoso. Me llevó unos instantes distinguir la forma humana.
Era “la meona”, así la llaman algunos en mi barrio.
Su presencia siempre me había provocado una mezcla de lástima y repugnancia. Su olor nauseabundo, el orín, la greda, sus trapos desgarrados, los gestos desquiciados, sus raptos de insana simpatía, sus enojos sin causa aparente, los días en que sus pajaritos andan más volados que de costumbre.
La observé un rato, esperando que se moviera. Temí que estuviera muerta. Temí verme en el aprieto de tener que hacer algo. “Si nunca la ayude en vida, menos –pensé- voy a ayudarla muerta”.
La sensación térmica rondaba los cuatro grados bajo cero esa mañana. Ella estaba boca abajo, sobre el césped del frente de la casa vecina, arrollada, en posición fetal, recostando su abdomen contra las rodillas. La cara escondida bajo sus cabellos y la cabeza apoyada sobre la bolsa de tela en la que lleva sus cosas.
Una mujer pasaba con un niño rumbo a la escuela. Antes de que el pequeño notara la presencia de “la meona”, la mujer pasó la mano por la cabecita del niño atrayéndolo hacia su regazo, como queriendo protegerlo de algo. El pequeño no pareció percibir la incómoda presencia.
Un hombre viejo, por la misma vereda pero en dirección contraria a la mujer y el niño, caminaba con paso firme y elegante, a pesar del frío. La cabeza erguida y los ojos fijos en la lejanía. Pasó a su lado y le hecho una mirada fugaz.
Una decena de imágenes sobrevinieron desde las cavernas de mi poca confiable memoria. No podía distinguir cuánto de realidad y cuánto de imaginación había en esas imágenes que pretendían ser recuerdos. Vi a “la meona”. Su degradada figura, su lastimera vida echada sobre la vereda del lugar donde fue uno de los supermercados “Salvador”. Fumando, sonriendo, tendida sobre sus andrajos, abrazando un termo y una botella plástico descartable. Saludando a los que pasaban con tanta simpatía que emocionaba. Recuperé una decena de imágenes de ella. Me sorprendí de la cantidad de veces que ella fue parte de mi paisaje urbano, apareciendo como un forúnculo amarillento y puntiagudo bajo la comisura de los labios de una bella chica concordiense.
Una vecina muy enterada me había contado que “la meona” había sido maestra. Que se mantenía con una jubilación -según le había comentado alguien alguna vez- de más o menos 400 pesos. Que tiene cuenta en algunos almacenes. Cigarrillos, vino y galletitas son sus preferencias.
Mis pensamientos relacionaron el pasado docente de “la meona” con otro recuerdo: Una vez, a la hora de la siesta, la encontré en una esquina. Yo estaba parado en el semáforo y ella, con gesto severo y haciendo “ojito”, me decía cosas como “silencio”, “hay que portarse bien”.
También recordé haberla visto una noche echada bajo el techo del kiosco del viejo Esteban. Aquella vez pensé que si el viejo la veía iba a correrla con agua y lavandina.
Al mismo tiempo que intentaba olvidar, me preguntaba como era posible que se pudiera convivir con eso. Como era posible vivir con esa violencia cotidiana. Tanta gente apurada por llegar a casa a ver la televisión, tantos viejos y locos muriendo en el hambre y la soledad, niños como los propios, pidiendo o llevando en carros nuestras basuras. Cómo se puede vivir sin vergüenza entre tantas vergüenzas.
Tenía el impulso de cruzar la calle y patearla para ver si estaba viva. Me sentía inútil y cobarde: ¿una persona podía estar muriendo de frío frente a mi casa y a mí no se me ocurría nada mejor que patearla como a un perro?
Mientras pensaba qué podía hacer, “la meona” empezó a incorporarse lentamente. Fregó sus ojos y echó una mirada a sus cosas como controlando que no faltara nada. Prendió un cigarrillo. Parecía haberse levantado de buen humor. Saludaba a los automovilistas que pasaban con un movimiento de cabeza y a veces lo hacía con la mano. También al verme, me saludó con un movimiento de cabeza. Estuvo un rato así, prodigando saludos y buenos días a cualquiera que pasara. Luego recogió sus cosas, las cargó al hombro. Prendió otro cigarrillo y sacudió una de sus manos a la altura de la cabeza como si estuviera espantando algunos sueños. Se fue caminando lento, arrastrando un poco los pies.
Me sentí aliviado y un poco miserable. Uno se ha acostumbrado a ciertas cosas. Como andar apático e indiferente por las calles como si “por las calles” nada pasara. Ha decidido convivir con el horror y lo ha logrado. “La meona” es uno de esos tantos horrores cotidianos a los que uno se ha acostumbrado. Es una presencia lastimosa como la de los niños descalzos y semidesnudos tiritando de frío, como los que andan en carretas infecciosas juntando la basura. Como los linyeras y alcohólicos que dormían tirados bajo el techo de lo que era el Maxitotal hasta que abrieron los chinos y se fueron vaya a saber uno dónde.
Uno se acostumbra a todo, lamentablemente. Uno se acostumbra a desayunar en el café o atorarse en el restaurante y ver como del otro lado de la vidriera pasan los hambrientos. Uno se acostumbra a salir con bolsas de ropa nueva de los negocios del centro y caminar indiferente entre los harapientos. Uno se acostumbra a vivir sin ver, sin mirar y sin sentir responsabilidad de nada. Uno se acostumbra porque sino la vida sería insoportable.
Uno anda por Concordia y el espectáculo es desbordante. Tan desbordante que parece enceguecernos. No lo miramos, no lo vemos. Andamos abstraídos de todo eso. Hasta que ese mecanismo de defensa falla o uno de esos “invisibles” se interpone en nuestra vida. Hasta que uno de esos mendigos pasa su mano sucia por la pared recién pintada, o “la meona” se sienta en nuestra vereda y, mientras fuma, come y toma, se hace caca y pis encima. Hasta que a uno de esos tantos borrachos perdidos se le antoja cruzar la calle a mitad de la noche por una avenida mal iluminada y se estrella contra el parabrisas de nuestro auto y nos embarga la vida. (la vida de la gente como uno, que tiene valor, que no es marginal, que aporta y suma a la sociedad… ¿Nos entendemos, señor Bloomberg?). Hasta que un día, como el pasado 30 de agosto, un “guacho”, como tantos que vemos a diario, de diez años, que debería estar en la escuela o en su casa junto a sus padres y hermanos atraviesa la ruta conduciendo un carro tirado a caballo y se lleva la vida de un motociclista, padre de cinco hijos. O cuando uno de esos escupidos de la sociedad, que son los marginales, decide -ya que ha quedado del lado de afuera- actuar de manera más determinada desde “ese afuera” y nos mete un “caño” en la sien y nos convida con un poco del frío hielo de la inseguridad.
Recién cuando uno de esos “invisibles” se interpone en nuestras vidas nos quejamos, puteamos indignados, queremos que el Estado controle, reprima, que alguien haga algo.
Creo que no se puede reclamar nada cuando no se hace nada para que la vida sea más soportable. Porque uno puede patalear contra el gobierno, exigir que no roben, que distribuyan la riqueza, que desarrolle políticas que mejoren la calidad de vida de las personas, que tengan responsabilidad social, que hagan la reforma impositiva, que tomen medidas a largo plazo y no sólo mirando la agenda electoral.
Uno no tiene mucha autoridad para reclamar cuando se pasa el resto del tiempo mirando para otro lado. Sin querer involucrarse en nada. Diciendo: “Pero si yo trabajo todos los días y pago mis impuestos”. Es cierto, el Estado debe controlar, debe garantizar los derechos, pero como ciudadanos somos sujetos de derecho no sólo políticos, sino también sociales, económicos y culturales. El Estado somos todos, no sólo el gobierno de turno.
Deberíamos pugnar por una nueva ciudadanía. Ser ciudadanos preocupados por los problemas públicos y organizados para ser parte activa de la sociedad, ya sea en partidos políticos, gremios, en organizaciones de la sociedad civil como ONGs, clubes, cámaras, roperos comunitarios, fundaciones, cooperativas… La seguridad también pasa por darle seguridad a los que viven al desamparo y en la marginalidad. Nadie se realiza en una comunidad que no se realiza.
Nada de esto cambiará demasiado hasta que no convirtamos la solidaridad en un valor social y participemos más allá de nuestra capacidad tributaria.
Quizás sea cierto que no podemos cambiar el mundo, que la revolución es una quimera, pero podemos hacer, con solidaridad y participación, que sea menos brutal y absurdamente trágico… para todos.